En
una de las secuencias más icónicas de “The Artist”, Michel Hazanavicius realiza
un magistral ejercicio metalingüístico donde el sonoro y el mudo se funden
hasta límites insospechados, con la figura de un George Valentin crepuscular en
pleno ocaso de su propia carrera como pieza central, que presencia atónito cómo
todo a su alrededor comienza a cobrar vida mediante el sonido, mientras él
mismo permanece mudo. Como si toda su vida anterior hubiese transcurrido
silente.
No es el único
ejercicio de estilo de Hazanavicius durante la película. Toda “The Artist” es
un sentido homenaje a una época pasada, una perspectiva presente a un pasado
que solo es mejor precisamente por haber quedado atrás. En pleno boom digital y
fiebre tridimensional, pero pobreza argumental, llega un francés y nos propone
un discurso que, pese al clasicismo de su puesta en escena, es más actual que
nunca. Porque de su anacronismo se desprende una sublectura sobre el cambio del
séptimo arte, ya sea de lo mudo a lo hablado, de lo analógico a lo digital.
Y pese a que en su
contra podamos decir que, aunque posee escenas maravillosas, tiene algún que otro salvable bajón de ritmo –consigue
transmitir alegría y pesar cuando debe, pero hay bastante relleno de por
medio-, que se vuelve a veces previsible y que su perspectiva actual la aleja
de ese cine que pretende homenajear –más que nada en determinados planos que
jamás habrían sido concebidos de esa manera en los años 20-, lo cierto es que
su arriesgado planteamiento resulta valiente y de lo más acertado. Todo gracias
a una fotografía, una omnipresente y elocuente banda sonora, un diseño de
producción y unos actores de lo más clásicos y sencillamente perfectos en sus
interpretaciones.
Aunque Bérénice Bejo
resulte deliciosa y muestre desparpajo en pantalla, que se agradezca la
presencia de secundarios de lujo rescatados del olvido como John Goodman,
Penelope Ann Miller o James Cromwell, y que a ese perro den ganas de llevárselo
a casa, la película no sería lo mismo sin ese expresivo Douglas Fairbanks
moderno llamado Jean Dujardin, capaz de hacer diferenciar gestualmente su yo
cinematográfico, ese tan orgulloso que el público adora, y su yo real, ese que
está en plena decadencia, con evidentes ecos a “Cantando bajo la lluvia” y “El
crepúsculo de los dioses”. Una obra magistral que, no nos engañemos, no marcará
una tendencia a seguir, pero cuyo desenlace se eleva por encima de todo el
conjunto con un número musical que culmina con una sutil y necesaria transición
al sonoro. Porque no todo tiempo pasado fue siempre mejor.
A favor: su inteligente y actual discurso sobre el devenir del cine; su arriesgada propuesta formal y, cómo no, Jean Dujardin
En contra: cierta previsibilidad y algún que otro bajón de ritmo
Valoración: ****1/2
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