Decía
Manoel de Oliveira que el día que dejase de rodar, estaría muerto. Y así ha
sido. El maestro luso llevaba desde 2012 sin estrenar un solo film, pero eso no
le impedía aparecer en los medios internacionales y rodar algún que otro
cortometraje –dos el año pasado, por ejemplo-, dejando huella allá por donde
pasaba por su ironía y su vitalidad, unas ansias de vivir que le han llevado a
vivir 106 años.
El cine de Oliveira no
era para todos los públicos. Era un cine para grandes festivales, para
audiencias minoritarias, y era alabado allá por donde se exhibía. En Berlín, en
Cannes, en Venecia y Sitges, en los Globos de Oro de su país o en los Premios
del Cine Europeo. En todos ellos cosechó elogios y galardones.
Más de 80 años
dedicados a la profesión, que comenzaron ante la cámara como extra, y dieron
paso a propuestas de corte teatral, de diálogos extensos y trabajados, y a
trabajos en el terreno del documental. Hasta 1975, cuando ya se consagra con “Benilde
ou a Virgem Mãe”, y a partir
de entonces regaló al séptimo arte más de una treintena de obras. “Francisca”, “A
Divina Comédia”, “No, o la vana gloria de mandar”, “Os Canibais”, “El valle de
Abraham”, “O Convento”, “Viaje al principio del mundo”, “Inquietud”, “Palabra y
utopía”, “El principio de la incertidumbre” o “Una película hablada” son
algunos ejemplos de sus filmes más ilustres.
Actor, escritor,
cineasta incansable. Un poeta del cine al que no podemos decir adiós con
amargura. Porque cada minuto de su vida lo afrontó con optimismo, hasta el último
momento en público. Porque no siempre despedimos a una celebridad que alcanzó
los 106 años de vida con fuerza. Más de 60 títulos le respaldan. Y una carrera
que para un artista centenario como él equivale a 30 años intensivos de muchos
directores. Descanse en paz, maestro.
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