Fe en el cine
Si algo demostraban los
primeros cuarenta minutos de la última entrega de la trilogía original de “Mad
Max”, antes de viajar más allá de la Cúpula del Trueno, era el concepto que tenía
el propio George Miller de su vástago cinematográfico, a base de hiperbolizar el
universo punk que él mismo había creado. “Mad Max: Furia en la carretera” da un
paso más allá en este universo creativo, y une el ritmo de la gloriosa persecución
final de la segunda entrega de la franquicia con ese mundo desquiciado,
desolado y peligroso que mostrase su sucesora en su primer tramo, en el que la
sangre se mide en nivel de octanaje tanto como la gasolina que hace rugir los
motores de un V8.
El resultado es un
espectáculo pantagruélico, en el que el carburante se huele en cada fotograma,
en el que las explosiones asordan y el ritmo es tan frenético como un chute de
nitro. Sin duda, la mejor película de acción y el mejor blockbuster de los últimos años, donde música a imagen van de la
mano, que promete lo que da y más, y que deja la acción de “Fast & Furious”
como si fuera “Los autos locos”. Bizarra, enfermiza, caótica, salvaje… es como
si Russ Meyer hubiera vuelto de una noche de resaca y hubiera querido traer el ozploitation al cine mainstream moderno. Una locura, vamos.
Cuando creíamos haberlo
visto todo en el séptimo arte, llega George Miller, a sus 70 años, da un sonoro
golpe en la mesa y nos demuestra lo equivocados que estábamos. No sólo a nivel
de acción, demostrando que las ideas no se le agotan, sino a nivel conceptual. “Mad
Max: Furia en la carretera” nos sumerge en un mundo post-apocalíptico que
consigue darle una vuelta de tuerca a lo ya visto y tejer un universo propio a
partir de otro que ya los fans del género conocen de sobra. Un derroche de
ingenio con el que el director se desmarca de sus productos infantiles
anteriores y se eleva como nuevo Mesías del celuloide, como un maestro y un
auténtico visionario que se redime de sus nefastos últimos veinte años. Con un
par. Un film que huele a clásico instantáneo desde ya.
Y más allá de la arena,
del Walhalla y de esa sociedad dictatorial y descorazonadora, lo que sorprende
de la propuesta es que existe una poesía bajo todo el caos que la rodea,
materializada ya sea por ese antihéroe en plena huida de sus fantasmas
personales hacia ninguna parte al que encarna con convicción Tom Hardy, de ese
kamikaze con aspiraciones de libertad en el que se convierte el personaje de
Nicholas Hoult –primera vez que me emociona este chico en pantalla-, o de esa
heroína que es pura testosterona con el bestial pero a la vez bello rostro de
Charlize Theron, sin duda la mejor de la función. Con ellos, Miller consigue,
aunque no lo parezca por la aparatosidad y excentricidad del conjunto, un
relato de esperanza y Humanidad sin fisuras. Una excentricidad que podrá dejar
atrás a más de un espectador por estrafalaria y excesiva. Pero así es la
renovación de la franquicia que propone Miller desde el primer minuto. O te
subes al convoy, o mueres en medio del desierto. Así de sencillo, de directo y
brutal. Volvamos a creer en el cine.
A
favor: todo, pero especialmente su aire de clásico moderno
En
contra: su excentricidad puede dejar fuera del convoy a
más de uno
Calificación *****
Imprescindible
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