El autor y su musa venusiana
El escritor de origen
austriaco Leopold von Sacher-Masoch tuvo el dudoso honor de acuñar el término
masoquismo, a nivel etimológico y conceptual, y en un golpe de ingenio del
psiquiatra alemán experto en perversiones Richard von Krafft-Ebing. El
dramaturgo David Ives, valiéndose de una de sus obras más reconocidas, “La
Venus de las pieles”, tremendamente polémica y fácilmente catalogable de
denigrante y machista, escribió en 2011 una obra de teatro homónima que reconvertía
la original en una mordaz sátira sobre el dimorfismo que desdibujaba hasta el
paroxismo la línea que separa la realidad de la ficción.
No podía haber un
cineasta más idóneo que Roman Polanski para dirigir la adaptación al cine de la
obra de Ives. Polanski es el cineasta de la reclusión física -“La muerte y la doncella” y “Carnage”, dos
filmes basados también en sendas obras teatrales, - y mental -“Repulsion” o “El
quimérico inquilino”-, disfruta encerrando a sus personajes en espacios
claustrofóbicos que en sí mismos actúan como sus jueces y verdugos. Y también
un director tan sórdido –“Lunas de hiel” es un perfecto ejemplo de ello- que
el libreto de Ives encaja con su personalidad cinematográfica como anillo al
dedo. Sólo dos personajes. Un único escenario, concretamente teatral. Una
película en la que una obra adapta una novela. Un juego psicosexual de
perversión y sumisión. No puede haber nada más polanskiano.
“La Venus de las pieles”
es una perturbadora y perversa comedia negra que remite a la esencia, también
la banda sonora de Alexandre Desplat, de “La Huella” de Mankiewicz, pero con el
carácter obsesivo y tono de Polanski. Realidad y ficción se entremezclan a tal
nivel que los personajes interpretados por los soberbios Mathieu Amalric y
Emmanuelle Seigner funcionan como reflejos de los mismos roles de cuya novela
tratan de adaptar. Estos, simultáneamente, hacen las veces de trasuntos de una
realidad en la que Amalric habla y se peina como el Polanski de sus comienzos y
Seigner sería su musa y esposa, en un juego meta-referencial –y autorreferencial,
que hay mucho de la cinematografía del cineasta en ella- que no conoce límites,
y en el que el realizador sirve la relación de dominación y poder que puede
existir entre director y actriz como telón de fondo.
Polanski consigue
sostener durante hora y media de metraje una historia con dos actores y un solo
escenario tirando de ingenio en el agudo guión, escrito a cuatro manos con el
propio Ives, y de elegancia y agilidad en la puesta en escena. Un trabajo que,
desgraciadamente, ha trascendido más bien poco por su apariencia de película
menor en su filmografía, cuando realmente estamos ante una de sus pequeñas
obras maestras. Y una provocación que, en su excéntrico y extravagante acto
final, nos invita a seguir los pasos de esa enviada venusiana y a abandonar el
teatro por donde mismo irrumpimos, dando la última estocada a la dominación y
reduciendo al dios de los escenarios a un mero juguete que ya no tiene ni
siquiera la capacidad de decisión acerca de dónde colocar la cita sexista que
daba comienzo a su obra. Magistral.
A
favor: prácticamente todo, desde sus actores hasta el juego
meta-referencial que propone
En
contra: que se la considere una obra menor
Calificación *****
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