lunes, 14 de abril de 2014

LA CRÍTICA: La Venus de las Pieles

El autor y su musa venusiana
El escritor de origen austriaco Leopold von Sacher-Masoch tuvo el dudoso honor de acuñar el término masoquismo, a nivel etimológico y conceptual, y en un golpe de ingenio del psiquiatra alemán experto en perversiones Richard von Krafft-Ebing. El dramaturgo David Ives, valiéndose de una de sus obras más reconocidas, “La Venus de las pieles”, tremendamente polémica y fácilmente catalogable de denigrante y machista, escribió en 2011 una obra de teatro homónima que reconvertía la original en una mordaz sátira sobre el dimorfismo que desdibujaba hasta el paroxismo la línea que separa la realidad de la ficción.

No podía haber un cineasta más idóneo que Roman Polanski para dirigir la adaptación al cine de la obra de Ives. Polanski es el cineasta de la reclusión física  -“La muerte y la doncella” y “Carnage”, dos filmes basados también en sendas obras teatrales, - y mental -“Repulsion” o “El quimérico inquilino”-, disfruta encerrando a sus personajes en espacios claustrofóbicos que en sí mismos actúan como sus jueces y verdugos. Y también un director tan sórdido –“Lunas de hiel” es un perfecto ejemplo de ello- que el libreto de Ives encaja con su personalidad cinematográfica como anillo al dedo. Sólo dos personajes. Un único escenario, concretamente teatral. Una película en la que una obra adapta una novela. Un juego psicosexual de perversión y sumisión. No puede haber nada más polanskiano.


“La Venus de las pieles” es una perturbadora y perversa comedia negra que remite a la esencia, también la banda sonora de Alexandre Desplat, de “La Huella” de Mankiewicz, pero con el carácter obsesivo y tono de Polanski. Realidad y ficción se entremezclan a tal nivel que los personajes interpretados por los soberbios Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner funcionan como reflejos de los mismos roles de cuya novela tratan de adaptar. Estos, simultáneamente, hacen las veces de trasuntos de una realidad en la que Amalric habla y se peina como el Polanski de sus comienzos y Seigner sería su musa y esposa, en un juego meta-referencial –y autorreferencial, que hay mucho de la cinematografía del cineasta en ella- que no conoce límites, y en el que el realizador sirve la relación de dominación y poder que puede existir entre director y actriz como telón de fondo.


Polanski consigue sostener durante hora y media de metraje una historia con dos actores y un solo escenario tirando de ingenio en el agudo guión, escrito a cuatro manos con el propio Ives, y de elegancia y agilidad en la puesta en escena. Un trabajo que, desgraciadamente, ha trascendido más bien poco por su apariencia de película menor en su filmografía, cuando realmente estamos ante una de sus pequeñas obras maestras. Y una provocación que, en su excéntrico y extravagante acto final, nos invita a seguir los pasos de esa enviada venusiana y a abandonar el teatro por donde mismo irrumpimos, dando la última estocada a la dominación y reduciendo al dios de los escenarios a un mero juguete que ya no tiene ni siquiera la capacidad de decisión acerca de dónde colocar la cita sexista que daba comienzo a su obra. Magistral.

A favor: prácticamente todo, desde sus actores hasta el juego meta-referencial que propone
En contra: que se la considere una obra menor
Calificación ***** 

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