viernes, 7 de febrero de 2014

LA CRÍTICA: Saving Mr. Banks

El sueño de Tío Walt
No fue fácil la gestación de ese clásico imborrable de la infancia que fue “Mary Poppins”. Disney se pasó casi veinte años tras los derechos de la obra de P.L. Travers, una inflexible y estirada dama londinense que no veía con buenos ojos que la maquinaria de Hollywood vilipendiase a su querida niñera. Y menos si lo hacía el dueño de una enorme fábrica de sueños que tenía a un ratón animado como uno de los mejores seres que ha conocido en su vida. Pero a comienzos de 1961, Travers pasaba por verdaderos apuros económicos, y éste fue el detonante para, a regañadientes, visitar su tan odiada Los Ángeles e iniciar el duro proceso de negociaciones que acabaría culminando en esa imprescindible obra que continúa imperturbable con el paso de los años.

De todo esto va “Saving Mr. Banks”, de todas esas largas sesiones de revisión del guión grabadas, de todas las decisiones y negativas por parte de la autora que afectaron al resultado final de la película, y en definitiva de la maquinaria que hay tras todo proyecto dotado de un mínimo de calidad. No es tanto un retrato sobre Walt Disney. El personaje simplemente es una excusa. Es la historia de Travers y el por qué de un film y un personaje icónicos, enmarcada en una trama de decepciones paterno-filiales, de promesas por cumplir y sueños por alcanzar.



En ella todo funciona como un reloj suizo, pero sin llegar a la exactitud y precisión de un reloj atómico. Los flashbacks de la infancia de Travers están bastante bien insertados y ayudan a entender a la protagonista. Incluso tienen a un Colin Farrell que da el tipo como padre de Travers, un hombre de hábitos poco sanos que simulaba ser el rey del castillo para sus hijas. Ponen el contrapunto dramático y trágico, casi lacrimógeno y sensiblero, a la otra parte, la alegre, la de la gestación del clásico, en la que todo es felicidad y regocijo. Una parte en la que Emma Thompson brilla con luz propia y parece una Julie Andrews de nuestro tiempo, en la que Tom Hanks resulta convincente –faltaría más- como el mejor Walt Disney que ha dado el celuloide, y en el que secundarios como Paul Giamatti, Bradley Whitford o Jason Schwartzman –me sobra la sosería de B.J. Novak en el conjunto- dan la cara más alegre y musical de sí mismos. Todo en ella es tan evidente como el juego de los anagramas entre Sidney y Disney, las referencias agradecibles al clásico al que homenajea, y el tufillo a peli Disney que desprende.


Porque, en definitiva, es una película Disney. Y, por ello, es una película que busca contentar a un tipo de público en particular. Es de esos trabajos que no arriesgan, que van sobre seguro, aunque para ello haya que endulzar la historia y empaquetarla con un lazo de colorines. Es, en resumen, un producto agradable en todos los sentidos, que no causa amargura alguna, y esto irritará a más de uno. Es la confirmación de que John Lee Hancock es un maestro de la complacencia cinematográfica, un artesano que hace bien su trabajo sin incomodar a nadie. Una cinta para espectadores poco ambiciosos que simplemente busquen rememorar, como yo, un clásico de su niñez con una sonrisa de oreja a oreja en sus rostros. La misma que debe tener, en algún lugar, Tío Walt.

A favor: Emma Thompson y esa complacencia que permite rememorar el clásico
En contra: precisamente eso, el exceso de complacencia

Calificación ***1/2

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