La suerte del gato
No siempre es fácil ver
una película de los hermanos Coen. Ya sea protagonizando desternillantes e
imposibles comedias que enseñan hasta qué punto los tontos rigen este planeta (“Quemar
después de leer”, “El gran salto”), o filmes que muestran lo descorazonador que
resulta aceptar que el mundo está deshumanizado (“No es país para viejos”, “Fargo”),
esa galería de personajes con la que los cineastas dan la vuelta de tuerca a
géneros como el cine negro o las screwball
comedies a golpe de ingenio e ironía no son más que la representación de la
realidad en la que vivimos. La realidad según los Coen, pero realidad al fin y
al cabo. Y es duro encajarlo, aunque parezca que se estén riendo de todo con
una sobredosis de excentricidad.
“Inside Llewyn Davis”
no iba a ser menos. Es una película a ratos arisca, a ratos bañada por una luz
que hace que todo, incluidas las caras, luzcan brillantes cual gusiluz. A ratos
es árida, y a ratos exhibe con desenfado ese humor negro marca de la casa. Y lo
peor, parece que no te está contando nada, que tienes que asistir al día a día
de un músico de primera categoría relegado a ser el telonero de señores como Bob
Dylan y condenado a vivir en el ostracismo más absoluto, a ir de sofá ajeno en
sofá ajeno mientras otros, gracias a canciones ridículas pero pegadizas, gozan
del éxito y la fama que a él parecen haberle negado.
Pero como ocurre en
muchos de sus grandes trabajos, no es hasta que acaba y echas un vistazo a la
obra en su conjunto cuando adviertes que has asistido a una pieza
cinematográfica exquisita. Es como juzgar un álbum por un solo tema, sin haber
escuchado el disco completo. Y en el caso que nos ocupa, no es hasta sus
últimos minutos cuando entiendes el mensaje de la obra y no puedes resistirte a
levantarte y aplaudir como un poseso. Es cuando hacen uso de una estructura
narrativa que es mejor no desvelar cuando te das cuenta de que estamos ante dos
absolutos e incontestables genios.
Así, “Inside Llewyn
Davis” funciona como homenaje a todos esos teloneros que vivieron a la sombra
de los que estuvieron en el momento indicado en el lugar más oportuno. Pero
también, ante la historia de un perdedor cuya vida sin rumbo parece ligada a la
de un gato al que no puede dejar escapar. Un artista condenado a repetir una y
otra vez los mismos errores, sentenciado a vivir en círculos y no salir nunca
de su propio agujero de destrucción, encarnado por un Oscar Isaac repleto de
carisma ante el micro y la cámara, y dotado de una melancólica mirada de
portada de disco, de cantante de folk. Es la molesta dualidad del cine de los
Coen, pero a la vez lo que lo hace único. Como esa fotografía de caras
luminosas que odio desde “El retorno del rey”, pero que aquí se convierte en
otra pieza fundamental de un álbum cinematográfico de prodigiosa banda sonora,
que esperemos no tenga que perecer nunca a la sombra de nadie.
A
favor: la banda sonora, Oscar Isaac, y cómo el desenlace
da sentido a toda la obra
En
contra: que no se vea nada bajo su luminosa superficie
Calificación ****
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