Amor y odio sobre hielo
Estados Unidos, tierra
de la libertad. También tierra de amor y odio hacia sus ídolos. Una celebridad
puede verse encumbrada a lo más alto de la más alta cima con la misma facilidad
con la que puede caer a los abismos del infierno más abrasador. Para Tonya
Harding, su cima se cimentaba sobre una gruesa capa de hielo fácilmente
derretida por la ferocidad del circo mediático.
La relación de amor
odio que toda la nación mantuvo con ella podría extrapolarse a cualquier otro
caso, a cualquier otro país, y también a la película de Craig Gillespie. La
parte del amor la pone su desparpajo, el frenético montaje y esa inconcebible e
inesperada tendencia hacia la comedia negra, que retrata de manera desenfadada
temas tan espinosos como la violencia de género, y que hace que en primera
instancia se desmarque de otros biopics
de temática similar. Gillespie acierta con el tono, y eso la hace una cinta
cómoda de ver. Pero sobre todo, el amor que reside en ella lo transmite el elenco
principal. Margot Robbie está inmensa, Allison Janney se come cada escena, y
Sebastian Stan da el Do de pecho alejándose del personaje que le ha dado la
fama en todo el globo.
Sin embargo, también
puede desarrollarse hacia ella una sensación de odio, en la que influye
especialmente la manera en que está contada, y su propia condición de biopic. Porque al fin y al cabo, lo que
Gillespie hace en este film es dejar atrás cualquier atisbo de autoría y
convertirse en una especie de David O. Russell, quien a su vez pilla no puede
eludir ese aroma a ya visto que desprenden sus trabajos. Una falta de identidad
que, al igual que en el caso del responsable de “El lado bueno de las cosas”,
acaba derivando en un ejercicio extenuante para el espectador. “Yo, Tonya”
puede llegar a cansar a más de uno por sus excesos fílmicos, y esto acaba
derivando en el problema principal de la mayoría de los biopics, la irregularidad. Pese a los acertados intentos de
Gillespie por hacer una cinta dinámica, su dinamismo funciona a ratos, y se va
diluyendo conforme avanza el metraje. Para cuando acaba, no sólo queda la
sensación de que esto ya lo hemos visto antes en otras manos, sino de que su
segunda mitad sigue los postulados de la primera, pero ya con una importante
carga de hastío a sus espaldas.
Lo positivo del caso
que nos ocupa es que, con todo, no deja de ser un trabajo loable por su falta
de prejuicios, por su descaro y valentía en la forma que tiene de relatar los
hechos. Y entretenida, que es muy importante, pese a los tiempos muertos que
atesora. Afortunadamente, lo bueno que tiene se impone sobre lo malo. La
batalla sobre el hielo entre el amor y el odio acaba, como explicara Robert
Mitchum en la imprescindible “La noche del cazador” a golpe de nudillo, con una
notable victoria de la primera sobre la segunda. Y ya solo por eso bien merece
la pena su visionado.
A
favor: su elenco principal y el dinamismo de su puesta en
escena
En
contra: que sus recursos ya los hemos visto antes, y sus
excesos acaban pasando factura al balance global del metraje
Calificación ***
Merece la pena
No hay comentarios:
Publicar un comentario