"Claro que me gustaba Lugosi. Hizo un buen trabajo en "The Thirteenth Chair", y en Broadway era Drácula"
(Tod Browning)
Noche de Halloween, de
calabazas huecas, fantasmas, monstruos, brujas y… vampiros. Los chupasangre
siguen dando guerra en el celuloide después de más de 100 años de historia. Y
aunque hoy en día las nuevas generaciones conozcan fundamentalmente lo escrito
en la saga “Crepúsculo”, y sus simplonas películas, los señores de la noche ya
andaban por la tierra cuando ninguno de nosotros era un proyecto.
Pocos son los que han
conseguido vivir más allá del tiempo interpretando a un vampiro. Veremos si a
Robert Pattinson y su Edward Cullen se les recuerda con el paso de los años o
si todo ha quedado en un mero boom comercial. Pero lo que sí es cierto es que
los que han logrado pasar a la historia del cine por aterrorizar a toda una
generación con sus penetrantes ojos y sus colmillos lo han hecho con justicia.
Christopher Lee, Max Schreck, Gary Oldman… y cómo no, Béla Lugosi, el vampiro
por excelencia del séptimo arte, el que daría al personaje de Conde Drácula sus
maneras, su capa, su acento y su poder de seducción con las mujeres.
A él va dedicada la
película del mes. A él y a ese monstruo al que encarnó, tan representativo de
una velada como esta, tan clásico como el monstruo de Frankenstein al que
encarnara su odiado Boris Karloff. Un monstruo al que rendir culto en una noche
tan propicia. Así que pónganse cómodos para disfrutar de una noche con la mejor
de sus criaturas. Y nada de vino, que Drácula/Lugosi no lo habría consentido.
Cuatro
décadas chupando la sangre a los espectadores
1838. Hutter, empleado
de una agencia inmobiliaria, viaja a un castillo de los Cárpatos para vender a
su propietario, el siniestro conde Orlock, una casa en la ciudad de Viborg,
Rusia. Hutter tarda en percatarse de que su nuevo cliente es un vampiro, y
ahora es prácticamente su casero. Encerrado en su castillo, Hutter ve cómo el
conde viaja a Viborg en barco metido en un ataúd. Durante la travesía, todos
los tripulantes mueren a causa de una plaga de ratas, extendiendo la epidemia
por las calles de la ciudad. Orlock se encapricha entonces de Ellen, esposa de
Hutter, que caerá presa de sus incipientes colmillos.
¿Les suena? Cambiemos
Hutter por Renfield, Viborg por Inglaterra, y por supuesto, Orlock por Drácula.
Y es que antes de que Tod Browning presentara su versión de la novela de Bram
Stoker, basada a su vez en una sucesión de mitos y leyendas húngaros, eslovacos
y rumanos (de hecho, los vampiros ya existían en el papel desde los albores del
siglo XIX), el maestro Friedrich Wilhelm Murnau nos regalaba la versión más
poética del mito, pero también una no oficial, lo cual les llevó a un proceso
judicial emprendido por la viuda del propio Stoker. Max Schreck interpretaría a
este ser de orejas puntiagudas, incisivos ratoniles, cejas de Rasputín y unos
largiruchos dedos acabados en unas no menos prominentes uñas. Una imagen que
posteriormente sería adoptada por el séptimo arte como imagen del vampiro, y al
que rendiría tributo Willem Dafoe en la recomendable “La sombra del vampiro”,
que jugueteaba con la posibilidad de que el mismísimo Schreck fuera realmente
un vampiro.
Pero ya antes de esto,
los señores de la noche deambulaban por el celuloide. Incluso un año antes de
la publicación de la novela de Stoker, en 1896, uno de los pioneros de la
cinematografía, George Méliès, realizaría una historia de vampiros titulada “La
Manoir du Diable (La mansión del diablo)”. El actor Robert G. Vignola también
hizo sus pinitos en la dirección, y una de sus películas fue “A Fool There Was”,
en 1915, donde aparecía la vampira como una mujer fatal que llevaba a los
hombres a su perdición. Y antes de que Murnau sobrecogiera a medio mundo con su
criatura, en Rusia se hacían filmes sobre el tema de los que, desgraciadamente,
no se conservan copias.
A partir de entonces,
el vampirismo comenzó a despertar la curiosidad de Hollywood. La primera
película que aborda el tema es “The Bat”, del año 1926, dirigida por Roland
West a partir de una obra de teatro. Un año después, el mítico Lon Chaney
protagonizaría “London after midnight”, de la cual no se conservan más que unos
pocos fotogramas. Esta cinta, además, fue dirigida por Browning durante su
etapa de cine mudo.
La parada de los monstruos
Y entonces llegó la
Universal. Los estudios creados por Carl Laemmle fueron pioneros en la
formación de Hollywwod, antes incluso de que los hermanos Warner o William Fox
hicieran su aparición. Pero la falta de visión de futuro de su fundador lo
convirtieron en un estudio de segunda categoría que solamente apostaba por el
melodrama barato y el western de poco presupuesto. Una política conservadora
que se rompió cuando Laemmle regaló la compañía en 1928 a su hijo, Carl Junior,
quien arriesgó produciendo películas de mayor envergadura, convirtiéndose
además en una abanderada del cine de calidad. Así, en los primeros años de los
Oscar, la Universal se haría con la estatuilla a mejor película para “Sin
novedad en el frente” (Lewis Milestone, 1930) o “Imitación a la vida” (Douglas
Sirk, 1934).
Paralelamente, Carl Jr.
apostaría por el cine de terror, naciendo así los icónicos monstruos de la
Universal, si bien ya antes hubo otras de la mano de su padre como “El jorobado
de Notre Dame o “El fantasma de la ópera”, con Lon Chaney. La momia,
Frankenstein, el hombre visible o el conde Drácula comenzaron a cobrar vida en
la pantalla grande, aterrorizando a toda una generación y buscando,
fundamentalmente, el éxito comercial. Y pese a esto, los riesgos de su nuevo
dueño se tradujeron en unas deudas que hicieron que Carl Jr. abandonara el
estudio, volviendo este a la producción de películas de bajo presupuesto, con
contadas excepciones. Ocurrió durante la Gran Depresión, a la cual el estudio
no pudo hacer frente, viéndose forzada a volver a sus orígenes.
Tras su marcha en 1936,
siguieron produciéndose filmes de terror, en su mayoría secuelas de otros
éxitos, como “Son of Frankenstein”. Más allá de los monstruos, se aventurarían
también a adaptar novelas de Edgar Allan Poe. “Los asesinatos de la Rue Morgue”,
“El cuervo” o “El gato negro” vieron la luz, uniendo los dos últimos a los dos
grandes nombres de la factoría, Béla Lugosi y Boris Karloff, que no
desarrollarían una gran amistad.
Los años 40 seguirían
dando otras producciones de muy bajo presupuesto cuyo objetivo era amasar
millones en taquilla. Vivimos la vuelta del hombre visible, de Frankenstein, la
momia, Drácula y sus innumerables secuelas, además de nuevas versiones de “El
gato negro” y “El fantasma de la ópera”. Pero esta década supuso también,
además del nacimiento del hombre lobo en la compañía, el fin de las monster
movies, con “Abbott and Costello meet Frankenstein”, en 1948, donde Lugosi
interpretaría por segunda y última vez a su mítico personaje.
Fueron las entregas de
Abbot y Costello, que aunaban comedia y terror, las que harían resurgir el
género en los años 50, década en la que también nos regalarían esa joya
titulada “La mujer y el monstruo (Creature from the black lagoon)”, dirigida
por Jack Arnold en 1954, además de otro clásico para la posteridad como “Tarantula!”,
también del maestro Arnold. Pero las cintas protagonizadas por la pareja cómica
harían caer en el ridículo a los monstruos de la casa, perdiendo el prestigio y
dignidad del que habían gozado la década anterior.
La aparición de la
británica Hammer, que gozaría de un éxito descomunal durante las dos décadas
posteriores, comenzó a ganarle terreno a la Universal, a pesar de que ésta se
dedicaba a la distribución de algunas de sus producciones. De hecho, gozaron de
los derechos de la productora de sus criaturas, encumbrando a estrellas como
Peter Cushing o Christopher Lee. Fue entonces cuando todos estos monstruos
volvían a ser tomados en serio, aterrorizando a toda una nueva generación de
espectadores. Al mismo tiempo, los de la Universal se habían convertido en
iconos pop a los que la casa recuperaría en ciertas ocasiones, como el “Drácula”
de John Badham con Frank Langella como protagonista, o “La momia” de 1999 a
manos de Stephen Sommers, y su secuela, que mezclaban acertadamente aventuras a
lo Indiana Jones, humor familiar y ciertos toques de terror.
El
hombre de Transilvania
Esta vez, la Universal
se cubrió las espaldas y no cometió el error de Murnau. Interesados en adaptar “Drácula”,
compraron los derechos a la viuda de Stoker, y pensaron en Lon Chaney para
dirigirla y protagonizarla. Inicialmente, la película iba a ser una lujosa
producción, pero la Gran Depresión y el triste fallecimiento del hombre de las
mil caras forzaron al estudio a replantear el proyecto, haciéndolo mucho más
modesto. Carl Leammle Jr. decidió invertir sus esperanzas en Tod Browning, un
eficiente y efectivo artesano con una amplia experiencia en el cine mudo y que
ya había dirigido a Chaney en los años 20. Y también se había aproximado al
género vampírico con “London after midnight”.
La crisis económica
hizo desistir a la productora de realizar una superproducción de gran
envergadura, así que tomaron una vía alternativa. El irlandés Hamilton Deane
había adaptado la obra original en una versión muy acortada y sintetizada,
caracterizando al conde como un individuo seductor y con clase, cubierto de una
glamurosa capa y con un toque muy teatral, muy alejada de la imagen de Murnau.
Una ingente cantidad de efectos especiales favorecían la producción, que
encontró un amplio apoyo de los espectadores. El éxito fue tal que acabó
estrenándose en Nueva York en 1927, triunfando nuevamente en Broadway.
Y el protagonista en su
versión americana fue precisamente Béla Lugosi, el escogido para encarnarlo en
pantalla grande por primera vez, y con quien Browning había trabajado en “The
Thirteenth Chair” en 1929, una película estrenada como muda. Fue el impuesto
por la productora, aunque su director quería a alguien menos conocido.
Béla Lugosi nació siendo Béla Ferenc Dezső Blaskó en Lugoj, Transilvania, localidad que acabaría
dándole el nombre artístico posteriormente, en el año 1882. Vivió la escisión
de Transilvania de Hungría pasa pasar a ser de Rumanía tras la derrota húngara
en la Primera Guerra Mundial, donde combatió como teniente de infantería. Ya
por entonces, con 36 años, era un prestigioso actor teatral en su Hungría
natal, y mostró su lado más izquierdista desafiando al régimen nazi con la
creación de un sindicato de actores. Estos actos le llevaron a ser deportado a
Alemania, y ni esto le impidió participar en varios producciones expresionistas
cercanas al género de terror. Convencido de que su éxito sería recompensado en
Broadway, emigró hacia Estados Unidos en los años 20. Y no se equivocaba. Fue
precisamente su papel más característico el que acabaría marcándole de por
vida.
Béla Lugosi era un actor imponente, que
aprovechaba su formación teatral y durante el cine mudo para imprimir a sus
personajes una gestualidad inconfundible. Así lo hizo con Drácula, donde no
pronuncia más frases de las necesarias. Su interpretación es todo miradas,
gestos –para la historia queda ese movimiento de muñeca y dedos con el que
atrae a sus víctimas; y los colmillos no hacen acto de presencia-, y su
caracterización sigue los parámetros teatrales, en lo que es un acierto del
film, pero a la vez un inconveniente. Porque el cine es cine y el teatro,
teatro.
El gran problema de Lugosi era que, en
lugar de adueñarse de sus personajes, fue uno en concreto el que acabó
dominándole. Sería un vampiro el resto de su vida, y esto le llevó a rechazar
ser el monstruo de Frankenstein. Menospreciaba a Boris Karloff por su
interpretación de este personaje, argumentando que era todo gruñidos y maquillaje
–esto se plasma muy bien en “Ed Wood”, de Tim Burton.- Pero mientras Karloff se
encorsetaba en un género, al igual que él, a base de recrear diversos
personajes, Lugosi no dejó de ser el eterno Drácula. Fue un vampiro en muchas
otras ocasiones, pero no volvió a ser el conde hasta la primera aventura
cinematográfica de Aboott y Costello. Aún así, sería un aristocrático vampiro
en otras películas de la casa, siendo la más destacable “La marca del vampiro”,
un remake inconfeso de “London after midnight” a las órdenes de Browning en
1935. Sería Ygor en las secuelas de “Frankenstein”, “Son of Frankenstein” y
“Ghots of Frankenstein”, para acabar aceptando el personaje del monstruo en
“Frankenstein meets the Wolf Man”.
Los que hayan visto la película de Tim Burton,
“Ed Wood”, sabrán cómo acabó Lugosi sus días. Tristemente, los papeles dejaron
de llegarle y se volvió un adicto a la morfina, y casi al final de su vida
volvió al cine, pero en productos de dudosa calidad que, precisamente por eso,
se han convertido en objeto de culto. Es el caso de las películas de Ed Wood,
el considerado peor director de la historia del cine, con quien trabajó en “The
Bride of the Monster”, “Glen or Glenda” y “Plan 9 From Outer Space”. Falleció a
los 73 años en California, tres años antes de que Wood lograra la financiación
para esta última. El director utilizó solamente una secuencia grabada del actor
para convencer a los productores, y el resto de secuencias las haría el
quiropráctico de su esposa, luciendo la capa del personaje y tapándose la cara
con ella para evitar que se notara la diferencia. Y aún así, se nota. Lugosi
fue enterrado con el atuendo del conde, un rol que sería a la vez artífice de
su merecido éxito pero causante de su efímera popularidad. El conde descansó en
paz en su ataúd por fin.
Por su parte, la carrera de Browning
sería aún más efímera. Su declive comenzó casi hacia finales de los años 30,
cuando ya se mostraba incapaz de sacar adelante sus proyectos. El realizador de
la genial “Freaks (La parada de los monstruos)”, de 1932, vivió con este film
una mala época, pues la crítica la destrozó salvajemente hasta el punto de no
volver a levantar cabeza. Su rentabilidad ya estaba en entredicho, y decidió
retirarse en 1942. Tuvo que ver cómo su esposa le abandonaba en 1944, cómo un
cáncer de laringe y una apoplejía minaban su salud, hasta que en 1962 el cáncer
que padecía desde hacía años acababa con él y era encontrado sin vida en el
cuarto de baño. Un desenlace parecido al de su colega James Whale. A ambos les asaltó
una carrera meteórica pero de existencia vida muy limitada, y acabaron sus días
rememorando lo que en su día fue su vida.
El Drácula mexicano
El “Drácula” de Browning se beneficiaba
de la interpretación de su protagonista, fuente de multitud de referencias e
imitaciones y una de las imágenes del vampiro más claras de la historia, pero
también de la atmósfera de la que el director supo dotar a la película. La
fotografía en blanco y negro de Karl Freund, que resaltaba los ojos del conde,
los silencios que inundan la cinta y que dicen mucho más que las palabras, las
piezas musicales de Tchaikovsky y Wagner, los decorados, maquillaje… todo
formaba parte de la tétrica atmósfera imprimida al conjunto. El éxito, como
todos sabemos, fue apoteósico.
Y pese a esto, no llegó a las pantallas
españolas. En una época en la que el doblaje y el subtitulado no estaban tan
extendidos como hoy en día, y menos en producciones de bajo coste como esta, no
era raro ver que los estudios rodaran dos versiones simultáneas del mismo film,
en dos idiomas distintos. Fue el caso del “Drácula” de George Melford,
protagonizada por Carlos Villarías.
Se usaron los mismos decorados, los
mismos medios técnicos y artísticos, e incluso se aprovecharon planos lejanos
sin diálogos en la versión hispana. Porque si algo está rodado, no merece la
pena volver a rodarlo. Y se rodaron a la vez, de manera que Villarías podía
visualizar el resultado del film de Browning para copiar la interpretación de
Lugosi.
Las diferencias entre ambas producciones
son evidentes, más allá del idioma. Pese a ser idénticas, curiosamente la
mexicana dura casi media hora más que la original, resolviendo mejor algunas
escenas y ampliando diálogos y situaciones, incluido un final más pulido.
Técnicamente son casi iguales, pero interpretativamente, la de Browning es
superior. Y es que las interpretaciones de los actores de la versión de Melford
son, cuanto menos, desastrosas, y ni el conde logra transmitir amenaza alguna.
Eso sí, al menos las novias de Drácula se pegan un festín.
A título
personal prefiero la película de James Whale, y especialmente su original
secuela. 80 años después de su estreno, puede que no haya soportado el paso del tiempo como su
hermana “Frankenstein”, y su más que recomendable secuela, pero que sin duda
supone todo un icono del cine de género. Porque ¿quién no tiene en la cabeza la
imagen del vampiro encapuchado de negro y pelo engominado? Si esta noche vemos
por la calle a niños vestidos de esta guisa, recordemos que se lo debemos a un
hombre. A una película. A un verdadero monstruo.