Medio siglo de La noche del cazador
Muchos son los actores que se han pasado a la dirección, pero muy pocos, o casi ninguno, pueden presumir de haber gestado en su ópera prima una auténtica obra maestra. Es el caso de Charles Laughton, un grandísimo actor británico que eligió la novela de Davis Grubb adaptada por James Agee como fuente para su primera y única incursión tras las cámaras en “La noche del cazador”.
El best seller de Grubb, al igual que la cinta, transcurre en tiempos de la crisis económica de los años 20, aquella que sumió a clase obrera y acomodada en la más absoluta miseria. Una época en la que, mientras los ricos se suicidaban arrojándose desde los edificios, los pobres intentaban subsistir a través del pillaje o el asesinato.
Como si de una historia bíblica se tratara, la Sra. Cooper (una magistral Lillian Gish, actriz activa desde los albores del cine) recuerda a sus niños ante un cielo estrellado las enseñanzas de la última sesión, entre las que destaca una frase: “desconfiad de los falsos profetas con piel de cordero, pues en su interior se esconden feroces lobos; por sus actos los reconoceréis”. Tras un plano de unos niños contemplando el cadáver de una mujer de la que sólo vemos las piernas, la advertencia de la Sra. Cooper sirve como carta de presentación del protagonista, el predicador Will Powell (Robert Mitchum en uno de los mejores papeles de su carrera), un hombre que en sus conversaciones con Dios deja clara su intención: casarse con viudas ricas para conseguir su dinero, según él, en nombre del Señor. Laughton consigue en apenas unos segundos que el espectador sienta aversión ante el personaje y quede advertido de su presencia y su ambigua religiosidad, que él mismo califica como “el camino religioso que el todopoderoso y yo hemos convenido”. Powell es apresado por el robo de un coche en un cabaret, donde mira con desprecio a una bailarina mientras cierra su mano izquierda con la palabra HATE (ODIO) escrita en los nudillos.
En prisión se enterará por casualidad de un hecho interesante: Ben Harper (Peter Graves), antes de ser arrestado por asesinato y condenado a la soga ante la atónita mirada de su hijo que parece no entender qué ocurre, entrega a sus dos hijos diez mil dólares y les hace jurar que no dirán dónde se encuentran. A la vista de la cuenta que lleva Powell de sus víctimas el espectador sabe ya que intentará casarse con la viuda de Harper, Willa (Shelley Winters). Laughton nos deja claro que es así en varias secuencias. En una de ellas, Willa y su jefa, la señora Spoon, hablan de la necesidad de la primera de un marido mientras el realizador alterna la palabra hombre con un plano de un tren (acompañado de una banda sonora que seguirá al personaje de Mitchum el resto de la película) en el que sabemos sin necesidad de verlo que va el predicador. En otra secuencia, mientras Ben cuenta a su hermana Pearl la historia de un rey despojado por los malos de sus tierras y que esos hombres volverán al reino en busca de las riquezas del monarca, vemos que el niño contempla la silueta característica de Mitchum en la pared. Powell se casará con Willa y la someterá a su ferviente y puritana forma de entender la religión.
Antes de asesinar a Willa somos testigos de un momento crucial en la película y en el cine en general: la historia del AMOR y el ODIO. El primero, escrito en la mano derecha, lucha con el segundo entrelazando sus dedos en una batalla que dura ya milenios, y en la que el amor triunfa con aplastante fuerza. Esta secuencia es rememorada incluso actualmente en películas como “Master & Commander”.
Tras varios intentos de soborno a los ya huérfanos hijos de los Harper y secuencias simplemente redondas (como la del predicador avanzando hacia la casa mientras la imagen se cierra cual ojo de buey para mostrar dónde están los pequeños), los niños dan esquinazo a su cazador y emprenden la huida en barca. Pero el cazador, como advierte el joven Ben en una frase, no duerme nunca, y su sombra en el horizonte acompañada de su tema musical (ese Dreaming, Dreaming tan poco tranquilizante) atemoriza también al público. Es el arte de infundir terror sin mostrar, mediante la sugestión; un arte explorado por ejemplo por Spielberg en obras como “Tiburón” o, más recientemente, en la infravalorada “La guerra de los mundos”.
Tras ese viaje son recogidos por la Sra. Cooper, siendo llevados a su casa de acogida repleta en su mayoría de niños huérfanos por la crisis. Allí, los pequeños aprenderán una nueva forma de fe fundamentada en el amor y radicalmente opuesta a la de Powell. La contraposición entre la idea de Cooper de la fe y la del reverendo queda clara en un solo papel, el de la mayor de los Cooper, una adolescente con inquietudes por los hombres. A estas alturas de la película queda clara la visión del papel de Mitchum acerca de este tipo de mujeres (recordar la secuencia del cabaret), pero la del personaje de Lillian Gish se resuelve mediante el perdón de la joven por parte de la anciana.
Sin embargo, es el personaje de Ben el que avanza realmente en la película. De su mirada de incompresión ante el arresto de su padre pasamos a una mucho más adulta, manifestada en sus conversaciones con la Sra. Cooper en la que ésta le habla de tú a tú, como si de un adulto se tratara. Todo lo que venga luego, la lucha entre AMOR (Lillian Gish) y ODIO (Robert Mitchum), entre el BIEN y el MAL, se convierte en secundario, quedando el personaje de Powell y su ya claro futuro en un segundo plano. Como dice la Sra. Cooper, los niños son los verdaderos afectados en esa tragedia, pero sorprende la fuerza con que asimilan y superan las cosas. Su carácter y en parte su visión infantil de la vida les hace sobrevivir y esto a su vez les hace madurar.
Sorprende esta enseñanza en un actor como Laughton que nunca tuvo buenos roces con los niños (fue el mismo Mitchum quien servía de intermediario entre estos y el director), pero que terminó dando una joya poco reivindicada y en la que se rumorea que tuvo algo que ver en el resultado final del guión porque el libreto original de Agee le parecía horroroso. Con una fotografía en blanco y negro simplemente sublime la película, llena de múltiples matices y lecturas que no cabrían en un reportaje, cumple ahora 50 años. A pesar de que en su época fue mal entendida e ignorada por crítica, público e industria (fue hecha en una época en la que el color era la moda y fue rodada en formato standard cuando todos los cines proyectaban en Cinemascope), el tiempo se ha encargado de ponerla en el sitio que merece. Pero buena parte de este reconocimiento es gracias a la misma película, una obra maestra que sorprende y crece con cada nuevo visionado, como si el espectador fuera un niño en pleno proceso de madurez.