Gran Torino ***1/2
Más sabe el diablo por viejo...
En algunos momentos de la “última” película de Clint Eastwood un servidor no ha podido evitar recordar “Infierno en el Pacífico”, la película de John Boorman que se convirtió en el inconfeso remake “Enemigo mío”, de Wolfgang Petersen. La historia de los dos soldados de la Segunda Guerra Mundial, uno americano y el otro japonés, obligados a convivir en tierra de nadie, ha venido a mi cabeza al ver cómo un excombatiente entabla una amistad con sus vecinos inmigrantes.
Clint Eastwood ha venido a demostrarnos en sus últimas películas lo que debimos intuir hace ya mucho tiempo, que más sabe el diablo por viejo que por diablo. El realizador derrocha inteligencia en cada plano, o más bien en la carrocería completa, de este “Gran Torino” que bien puede simbolizar el hermanamiento entre lo clásico y la necesidad del cambio, entre sus dos filmes bélicos recientes o entre formas de ver la vida contrapuestas. Tiene aún la buena mano y la sabiduría suficientes para retratar, sin caer en la cursilería, temas trascendentales como la vida o la muerte y la justicia más allá de las armas, como ya hiciera en la estupenda aunque algo sobrevalorada “Million Dollar Baby” cuando transitó por la polémica línea de la eutanasia.
Walt Kowalski, el personaje que magistralmente interpreta –lástima que sea su último film como actor-, comienza como el huraño anciano solitario al que ni su familia ni sus amigos pueden soportar, que ahora tiene que lidiar con el fallecimiento de su esposa. Walt, antiguo combatiente en Corea, vive ahora completamente solo en un barrio en el que no queda prácticamente un solo americano blanco y en el que su bandera es la única que hondea en las puertas de las casas. Hasta que un día expulsa a unos criminales hmong de su propiedad a punta de escopeta sin saber que a la vez está salvando la vida de su vecino, otro joven asiático bastante retraído, el cual había intentado robarle su Gran Torino unas noches antes. Para resarcirse, el joven deberá prestar ayuda al anciano durante una semana.
La historia que presenta Eastwood no sigue el mismo sendero del film de Boorman, ni siquiera el de “El indomable Will Hunting” o “Descubriendo a Forrester” de Van Sant. Lo que propone el director es un relato sobre el cambio de vida ante la inminencia de la muerte incluso más que el acercamiento de culturas, la evolución de un hombre con demasiados prejuicios hacia una persona con un inquebrantable sentido de la justicia que busca a su vez enmendar errores del pasado.
Con su clasicismo habitual, en el que no faltan los naturales toques de humor, el director no cae en alegatos sensibleros ni en explicaciones redundantes, y expone sus cartas con la misma inteligencia y sobriedad de trabajos anteriores. Su trabajo a ambos lados de la cámara es sincero y justo, esquivando lo previsible en todo momento y consiguiendo una trama ágil y creíble que en otras manos habría caído en tópicos baratos. Además, “Gran Torino” no se excede en metraje ni parece tener más de un final, algo de lo que sí adolecen por ejemplo “Banderas de nuestros padres” o “El intercambio”.
Puede que haya quien no vea en ella la magnificencia de sus obras más célebres, pero la respuesta ha sido clara en Estados Unidos: esta película tan pequeña en apariencia como grande en contenido, con un presupuesto de apenas 25 millones de dólares, se acerca ya a los 100 en menos de un mes. Eastwood demuestra una vez más que aún hay sitio para las leyendas del celuloide, y se permite un auto homenaje en ese desenlace tan vinculado al western como Harry el Sucio a su arma. Y todo para hablarnos de un concepto como el de la justicia y la hermandad sin armas. Larga vida al maestro.
Clint Eastwood ha venido a demostrarnos en sus últimas películas lo que debimos intuir hace ya mucho tiempo, que más sabe el diablo por viejo que por diablo. El realizador derrocha inteligencia en cada plano, o más bien en la carrocería completa, de este “Gran Torino” que bien puede simbolizar el hermanamiento entre lo clásico y la necesidad del cambio, entre sus dos filmes bélicos recientes o entre formas de ver la vida contrapuestas. Tiene aún la buena mano y la sabiduría suficientes para retratar, sin caer en la cursilería, temas trascendentales como la vida o la muerte y la justicia más allá de las armas, como ya hiciera en la estupenda aunque algo sobrevalorada “Million Dollar Baby” cuando transitó por la polémica línea de la eutanasia.
Walt Kowalski, el personaje que magistralmente interpreta –lástima que sea su último film como actor-, comienza como el huraño anciano solitario al que ni su familia ni sus amigos pueden soportar, que ahora tiene que lidiar con el fallecimiento de su esposa. Walt, antiguo combatiente en Corea, vive ahora completamente solo en un barrio en el que no queda prácticamente un solo americano blanco y en el que su bandera es la única que hondea en las puertas de las casas. Hasta que un día expulsa a unos criminales hmong de su propiedad a punta de escopeta sin saber que a la vez está salvando la vida de su vecino, otro joven asiático bastante retraído, el cual había intentado robarle su Gran Torino unas noches antes. Para resarcirse, el joven deberá prestar ayuda al anciano durante una semana.
La historia que presenta Eastwood no sigue el mismo sendero del film de Boorman, ni siquiera el de “El indomable Will Hunting” o “Descubriendo a Forrester” de Van Sant. Lo que propone el director es un relato sobre el cambio de vida ante la inminencia de la muerte incluso más que el acercamiento de culturas, la evolución de un hombre con demasiados prejuicios hacia una persona con un inquebrantable sentido de la justicia que busca a su vez enmendar errores del pasado.
Con su clasicismo habitual, en el que no faltan los naturales toques de humor, el director no cae en alegatos sensibleros ni en explicaciones redundantes, y expone sus cartas con la misma inteligencia y sobriedad de trabajos anteriores. Su trabajo a ambos lados de la cámara es sincero y justo, esquivando lo previsible en todo momento y consiguiendo una trama ágil y creíble que en otras manos habría caído en tópicos baratos. Además, “Gran Torino” no se excede en metraje ni parece tener más de un final, algo de lo que sí adolecen por ejemplo “Banderas de nuestros padres” o “El intercambio”.
Puede que haya quien no vea en ella la magnificencia de sus obras más célebres, pero la respuesta ha sido clara en Estados Unidos: esta película tan pequeña en apariencia como grande en contenido, con un presupuesto de apenas 25 millones de dólares, se acerca ya a los 100 en menos de un mes. Eastwood demuestra una vez más que aún hay sitio para las leyendas del celuloide, y se permite un auto homenaje en ese desenlace tan vinculado al western como Harry el Sucio a su arma. Y todo para hablarnos de un concepto como el de la justicia y la hermandad sin armas. Larga vida al maestro.
A favor: CLINT EASTWOOD
En contra: el sermón final, algo innecesario