¿Sigue molando ser malo?
Si para algo ha servido
la existencia de “Gru: Mi villano favorito” es, aparte de para llenar las arcas
de Universal a base de taquilla y merchandising
y para ser la impulsora de que otras propuestas modestas como “Sing!” o “Mascotas”
se abran paso entre los gigantes animados de Disney y Pixar, es para
demostrarnos que mola ser malo. Con corazón, pero malo. Porque pese a su
carácter innegablemente infantil, aquella entretenidísima cinta con la que Pierre Coffin y Chris Renaud
abrían la saga nos venía a decir que incluso los villanos necesitan la
aceptación ajena, y que precisamente de la falta de esta aceptación pueden
nacer los monstruos.
Después de una primera
secuela de lo más lógica en su discurso –la necesidad de una figura materna
sobre la que asentar las bases familiares-, “Gru: Mi villano favorito 3” vuelve
a reincidir en la idea de la aceptación, en la imperiosa necesidad de un espejo
mejorado de nosotros mismos en el que mirarnos –ese hermano que desea también
ser malo para continuar la tradición familiar-, en los juguetes rotos –ese Balthazar
Bratt, una especie de Borjamari y Pocholo, de lo mejor de la película- y en los
modelos a seguir y admirar.
Una serie de mensajes
que estarían bien enlazados, si no fuera porque comienzan siendo bien expuestos
para luego no llevar a un sitio definido. Esta nueva entrega de la saga atesora
una enorme cantidad de subtramas, todas girando sobre el mismo eje de la
aceptación, pero la mayoría desaprovechadas y sin demasiado trabajo argumental
por parte de sus responsables, más allá de provocar risas y sonrisas –más esto
último que lo primero- y seguir engrasando la maquinaria de hacer dinero en la
que se han convertido en sus personajes.
Una tercera parte
funcional, que cumple su cometido de entretener, sin más, y que viene a marcar
un punto de inflexión en la franquicia, fundamentalmente porque da muestras de
que sus guionistas no saben cómo estirar el chicle. Viene a ser como “Shrek
Tercero” para la saga del bonachón ogro de Dreamworks, pero salvando las distancias.
Porque no pueden compararse las dos primeras partes de ambas series de filmes,
ni la que nos ocupa llega a los niveles de aquel olvidable tercer episodio.
Y a todo esto, ¿y los
Minions? Pues por ahí deambulan también, convertidos en un monstruo que ha acabado
fagocitando al verdadero protagonista de la película, ya demandando más
protagonismo e incapaces de articular pequeños sketches tras su primera puesta de largo en solitario. Pero sin
aportar nada al hilo principal, como mero reclamo para atraer a la audiencia a
las salas. Lo demás, pues al mismo nivel. El de un producto perfecto para
consumir en familia, pero con el convencimiento de que ya no mola tanto ser
malo.
A
favor: que entretiene, y el concepto del villano de la
función
En
contra: es una secuela funcional a bastante distancia de
sus predecesoras
Calificación ***
Merece la pena
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