miércoles, 12 de julio de 2017

LA CRÍTICA. Alumbrar

La crisis del demiurgo
“Alumbrar” termina de manera desconcertantemente contemplativa, con la crisis de la mediana edad cerniéndose sobre un protagonista que, tras divagar durante hora y media sobre el poliamor, las relaciones de pareja y la paternidad, entre otros menesteres, no tenemos muy claro si ha decidido lo que quiere para su futuro o si seguirá perdido en ese empeño de revivir su pasado a través de las mujeres de su vida.

Es como si “En la ciudad” de Cesc Gay conociera a Larry David, como si un truhán y un liante nato, un demiurgo que se radiografía en cada diálogo y plano, fuera encadenando situaciones que derivan en un final descorazonador, que obliga a replantearse toda la obra. Aunque, eso sí, la progresión es más que lógica, como si Merinero nos estuviera preparando para el gran momento.

Si algo llama la atención de esta segunda parte de su trilogía “Las 1001 novias” es el cambio tonal con respecto a su predecesora. Sí, sigue haciendo pasear ante la cámara la cotidianidad y la frescura que da el mockumentary, aquí sin jugar tanto con el metacine, y cada escena sigue destilando un humor natural, no prefabricado ni ensayado. Pero en general, el humor ya se ha tornado más amargo, y esa amargura va impregnando todo el metraje a cuentagotas, a sabiendas de que esto es el segundo muestrario de una trilogía que se prevé crepuscular en cada nuevo episodio y bien consciente de su modesta grandilocuencia. En ese sentido, el final debería verse venir de lejos, pero Merinero juega hábilmente a ocultar su as bajo la manga y consigue lo inesperado, pillarnos por sorpresa.


Una película mayor, más seria y madura que la primera, y que tiene precisamente en su desenlace su talón de Aquiles. Habrá quien piense que el resto de la propuesta carece de la fuerza de sus minutos finales, que no es sino más de lo mismo. Que esto ya nos lo ha contado antes su director, y que solamente quiere experimentar con el séptimo arte. Quizá no les falte razón. Quizá nos está embaucando como a sus ex novias. Quizá sea ese su juego y su experimento, engatusar a todo el que se cruce en su camino. Pero si se ve con esas ideas en la cabeza, se perderá la esencia de lo que realmente busca Merinero, que no es otra cosa que hablar de la madurez personal y creativa, y de las crisis que ambas facetas conllevan. En la primera era un niño jugando con su creación, con el espacio y el tiempo, descubriendo lo que implica copular con la vida. Ahora, el niño se ha convertido en un adulto, y toca ver la vida con otros ojos. Los de un señor al que, como le dice en más de una ocasión a las mujeres que desfilan ante su incisiva cámara, se le está pasando el arroz. Y esa certeza duele.


A favor: su tono amargo y un desenlace de lo más inesperado
En contra: que habrá quien piense que es más de lo mismo

Calificación ***1/2
Merece mucho la pena

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