El día que la ciencia-ficción entró en la madurez
“He vuelto…estoy en mi casa otra vez. ¡Durante todo este tiempo, no sabía que estaba en ella! ¡Por fin lo conseguí! ¡Maniáticos, lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras! ¡OS MALDIGO!”.
El género de ciencia-ficción no gozó de la buena vida cinematográfica de la que sí se benefició su otro hermano, el terror, durante la primera mitad del siglo XX. El fin de la Segunda Guerra Mundial y la aparición de la Guerra Fría hicieron surgir en Estados Unidos una vertiente cinematográfica preocupada por plasmar las paranoias y miedos de la época, así como su propio análisis humanista. Así, durante los años 50 se estrenaron filmes que se centraban de manera casi obsesiva en la paranoia xenófoba mostrada en forma de invasión extraterrestre –“Invaders from Mars” (William Cameron Menzies, 1953), “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Don Siegel, 1956), “El experimento del doctor Quatermass” y sus secuelas, “La guerra de los mundos” (Byron Haskin, 1953)- y el terror atómico derivado de la inminencia de la era nuclear, haciendo pulular por la pantalla grande toda suerte de bichos sobredimensionados, como es el caso de “Them!” (Gordon Douglas, 1954) o las ya citadas entregas de Quatermass, especialmente la tercera, “¿Qué sucedió entonces?” (Roy Ward Baker, 1967).
El género ofrecía, además, alegatos políticos y sociales nada disimulados. A la propia “La invasión de los ladrones de cuerpos” se la tachó de comunista y de todo lo contrario a la vez, mientras que otros filmes ofrecieron discursos pacifistas –“Ultimátum a la Tierra (The day the earth stood still)” (Robert Wise, 1951), “Venidos del espacio” (They came from outer space, 1953)-, o exageradamente patrióticos, incluso fascistas, en “Red Planet Mars” (Harry Horner, 1952). Hubo incluso conatos de gran superproducción en títulos como “Planeta prohibido” (Fred M. Wilcox, 1956).
Pero pese a sus intentos de trascender el género, todas estas producciones de la Universal y la británica Hammer tenían algo en común: no pasaban de ser productos de serie B, incluso en algunos casos Z, y el advenimiento de la nueva tendencia en el cine solamente servía para plasmar las preocupaciones de su tiempo y de paso hacer algo de taquilla.
Lo contrario le ocurría a su referente literario. Tras la Segunda Guerra Mundial, la literatura de ciencia-ficción dio pasos agigantados y comenzaron a aparecer obras maduras y pesimistas con el género humano, de gran contenido filosófico e intelectual, como “1984” de George Orwell, “El centinela” de Arthur C. Clarke, “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury o la extensa obra de Philip K. Dick, esta surgida ya durante los años 60.
La ciencia-ficción cinematográfica no correría la misma suerte hasta 1968, año en que aparecieron dos películas imprescindibles para el género, y que cambiaron, cada una a su manera, el concepto de scfi-fi: se trata de “2001: Una odisea en el espacio” (Stanley Kubrick) y la que protagoniza La película del mes, “El planeta de los simios”, ambas basadas en sendas obras literarias –la primera en “El centinela” de C. Clarke y la segunda en el libro homónimo de Pierre Boulle- y las dos con una sola cosa en común, su concepción como cine espectáculo, de gran presupuesto. Pero no cine espectáculo como el que acuñarían Lucas y Spielberg durante décadas posteriores, sino un cine espectáculo con mensaje social y un pesimismo y cinismo absolutos acerca del devenir de la raza humana. Dos trabajos que marcaron un antes y un después en el género, como ya harían posteriormente “Alien”, Blade Runner”, etc.
El sueño de un productor
Suele ocurrir que un joven cineasta o un guionista primerizo se presente en las oficinas de los estudios de Hollywood con una idea bajo el brazo, con el sueño de que dicha idea sea bien recibida por algunos de ellos. El caso de “El planeta de los simios” es distinto. La idea venía del productor Arthur P. Jacobs, que había quedado maravillado con la historia de un planeta regido por simios en el cual los humanos eran tratados como animales, e instantáneamente compró los derechos el libro.
No era casualidad que pusiera su ojo sobre la novela de Pierre Boulle. El novelista francés saltó a la fama en 1957 gracias al éxito de otra adaptación de uno de sus relatos. “El puente sobre el río Kwai” (David Lean, 1957) arrasó en los Oscar y catapultó al autor al estrellato, tanto que cuando “El planeta de los simios” fue publicada en 1963 fue un éxito de ventas, y los productores se la disputaban, a pesar de que el propio Boulle opinara que era inadaptable. Sólo Jacobs lo consiguió, pagando por los derechos una cifra por entonces astronómica, 360.000 dólares, y fue su empeño y dedicación los que hicieron que finalmente fuera aceptado por la Fox, después de que todos los estudios se negaran por lo costoso del proyecto.
Pero la compañía no estaba en su mejor momento. Recientemente habían tenido que hacer frente al inmenso fracaso que supuso “Dr. Dolittle”, de Richard Fleischer, que justo en 1966 dio una alegría a la casa con “Viaje alucinante”. Dolittle había sido producida por Jacobs, por lo que Fox tenía serias dudas acerca del buen ojo del productor. Solamente comenzarían a mirarla de otra manera cuando Jacobs convenció a Charlton Heston para protagonizarla. Aún así, pusieron una condición: una prueba de maquillaje que demostrara que los simios no resultarían ridículos en pantalla. El propio Heston propuso al director Franklin J. Schaffner, quien lo había dirigido en 1965 en “El señor de la guerra”, y rodaron una escena con el mítico Edward G. Robinson –incluso maquillado se nota que es él-, como Dr. Zaius, a modo de prueba de cámara. Fue tan convincente que el estudio dio luz verde al proyecto, a la vez que Zanuck contrató a John Chambers para perfeccionar el maquillaje ante la negativa de los dos mejores maquilladores del momento, que se encontraban trabajando para Kubrick.
No obstante, Robinson abandonaría el proyecto debido a las duras sesiones de maquillaje, y su lugar lo ocupó Maurice Evans, un intérprete con una larga trayectoria en televisión que ese mismo año participaría en otra obra cumbre, esta vez del terror, titulada “La semilla del diablo (Rosemary’s Baby,)”, de Roman Polanski. El reparto, cuyas magníficas interpretaciones contribuyeron a la calidad del film, lo completaron los excepcionales Kim Hunter como la compasiva Zira –actriz que pese a despuntar en “Un tranvía llamado deseo” como Stella pasó la mayor parte de su carrera en televisión- y Roddy McDowall como Cornelius, un papel inicialmente ofrecido a Rock Hudson. Y en un rol secundario como miembro del consejo, aunque maquillado, tenemos a James Whitmore, veterano actor a quien las nuevas generaciones recordaremos como uno de los miembros más ancianos de la prisión Shawshank en “Cadena perpetua (The Shawshank Redemption)” (Frank Darabont, 1994).
Los costes de una sociedad de simios
El primer gran problema al que se enfrentaba la adaptación era la falta de viabilidad del proyecto, plasmada en estudios que llevaron a cabo profesionales como Sydney Pollack o Blake Edwards. No sólo a nivel de maquillaje, sino a la hora de adaptar fielmente la novela respetando la sociedad simia al detalle. Jacobs contrató al guionista Rod Serling, célebre por ser el creador de la serie de terror y ciencia-ficción “En los límites de la realidad (The Twilight Zone)”, quien introdujo cambios que abaratarían la producción y mejorarían el propio libro. Porque el concepto de Boulle de ambientar la trama en un futuro distópico en el cual se ofrece una visión distorsionada de la realidad, en la que los simios viven en el planeta Soror y han evolucionado hasta el punto de vivir literalmente como humanos –a saber, coches, aviones, ciudades, tiendas…-, mientras que estos son animales salvajes que no saben hablar, se preveía demasiado costoso de llevar a la gran pantalla.
Para solucionarlo, Serling trasladó la acción a un futuro post-apocalíptico en el que la sociedad simia era más bien primitiva, lo cual permitía además introducir nuevas lecturas a la historia original. Su borrador era demasiado largo, así que se contrató al oscarizado Michael Wilson, autor del oscarizado libreto de “El puente sobre el río Kwai” para reescribirlo. Wilson respetó, por fortuna, el concepto de Serling, pero añadió algún discurso acerca de la discriminación y la igualdad de derechos, especialmente en la escena del juicio al protagonista. Esto es obvio en la naturaleza de la sociedad simia donde los chimpancés son los científicos y ocupan el escalafón más bajo, superados por los gorilas (militares) y por último por los orangutanes (políticos). Juntos concibieron una sociedad cerrada que pelea para no perder su status quo, algo que puede quebrarse por la aparición del humano parlante. Y en un momento esto resulta patente cuando Taylor y el Dr. Zaius hablan a solas: "¿por qué me teme y por qué me odia?" a lo cual Zaius le responde que representa una amenaza y que por lo tanto deberá ser aniquilado –es decir, lobotomizado, como sucedió con uno de sus compañeros astronautas-. Es una sociedad religiosa que tolera a los científicos como un mal necesario, siempre y cuando sus descubrimientos no puedan minar los cimientos del poder que le brinda el absolutismo religioso y político. El mismo Dr. Zaius conoce la verdad de los hombres, esa que se revela en el escalofriante desenlace, obra del propio Serling, pero prefiere acallarla por el bien de una sociedad que se cimienta en el propio temor, e impedimento, al avance intelectual y científico. Una lectura que no dista mucho de lo que ha supuesto la religión a lo largo de la historia de la Humanidad. Para los simios, los progresistas Zira y Cornelius son “científicos pervertidos que fomentan una teoría insidiosa llamada evolución”.
Y mientras la decisión de trasladar la acción a parajes naturales –se rodó en localizaciones desérticas de Arizona y el Cañón del Colorado, entre otras-, y de abaratar en efectos especiales –Schaffner, en un alarde de genialidad que sin duda mejoraría la película, prefirió mostrar la caída de la nave en el planeta subjetivamente, algo que a Zanuck no le hacía gracia; este además impuso a Linda Harrison como Nova, ya que era por entonces su compañera sentimental- , el diseño de producción, vestuario y maquillaje de la película se convertirían en lo más caro del proyecto. Lo primero corrió a cargo de William J. Creber y Jack Martin, que recrearon al detalle las estructuras que conforman la sociedad simia, inspirándose según ellos tanto en algunas construcciones de pueblos primitivos de Turquía como en la obra de Antonio Gaudí, mientras que lo segundo fue obra de un formidable trabajo de Morton Haack. A todo esto ayudó la excelsa fotografía de exteriores de Leon Shamroy, donde los parajes desérticos se muestran con asombrosa luminosidad, y la banda sonora del gran Jerry Goldsmith, que compuso una partitura escalofriante y amenazadora.
Todo esto disparó el presupuesto a los 6M$, y buena parte por supuesto fue a parar al maquillaje, que constituía casi el 20% del total de los costes de producción. Porque el maquillaje de Chambers es a “El planeta de los simios” lo que los efectos especiales a “2001”. Chambers diseñó las inolvidables orejas del señor Spock en “Star Trek”, siendo el primero en introducir el látex en el cine. Dio en esta ocasión con el maquillaje perfecto, compuesto por dos piezas de látex y una capa de plástico y gomaespuma que permitía la transpiración de la piel de los actores, cubierta con una vistosa peluca de piel de caballo, algo de agradecer dadas las altas temperaturas del rodaje, que tuvo lugar durante el verano de 1967. Este maquillaje sin embargo provocaba en los protagonistas problemas graves de sonoridad, ya que sus voces sonaban demasiado graves y profundas, problema que fue solucionado con un innovador barniz realizado a base de aceites minerales. Los problemas de expresividad de los actores bajo un maquillaje tan aparatoso, asimismo, fueron solucionados mediante la exageración de sus gestos y expresiones faciales.
El inicio de una saga
Buenos actores, un maquillaje innovador, un guión sólido, una gran dirección, buenas dosis de acción y filosofía perfectamente entremezcladas, y en definitiva una propuesta singular y atractiva que más que ciencia-ficción a ratos parece un western y en otros momentos recuerda a un filme de aventuras. Es una suma de factores lo que hizo de esta película, estrenada en febrero de 1968 para anticiparse al estreno de la cinta de Kubrick, un enorme éxito, que llegó a multiplicar por seis en taquilla su presupuesto, y que cosechó un Oscar honorífico a su maquillaje, en una categoría que aún no existía en los premios de la Academia. Consiguió además dos nominaciones más al vestuario y banda sonora, aunque merecía las de mejor actor, director, película, actriz secundaria para Hunter, actor secundario para Evans, fotografía, dirección artística y guión adaptado, como mínimo. Pero, por encima de su éxito comercial y el buen recibimiento de la crítica, supuso, como ya he dicho anteriormente, un antes y un después en la manera de concebir la ciencia-ficción. Podía aunarse filosofía y mensaje social con cine espectáculo. Todo un logro.
En vista de su repercusión, la Fox se lanzó a realizar toda una franquicia repleta de títulos improvisados y en mi opinión menores, que juegan incluso con los viajes en el tiempo para establecer una paradoja que explique el futuro del planeta mediante el viaje al pasado de tres primates que influirán definitivamente en lo que conocemos de esta primera película. Cuatro secuelas que llegarían en años consecutivos. Sin entrar en detalles, tuvimos “Regreso al Planeta de los Simios” en 1970, “Huida del Planeta de los Simios”, “La Rebelión de los Simios” y “La Conquista del Planeta de los Simios”. En ellas repetirían buena parte del reparto original, salvo Heston, que aparece brevemente en la segunda. Una saga inacabada debido a la muerte en 1973 de Jacobs, y con ello la posibilidad de ver cerrada esa gran paradoja temporal llena de agujeros argumentales que había tejido.
La cosa no quedó aquí. Tras su fallecimiento, la saga se abandonaría sobre todo por el fracaso de la serie de televisión de 1974 y la serie animada de 1975, pero el éxito de la primera entrega y la relativa rentabilidad de serie B de sus secuelas, así como todo el merchandising surgido a raíz de ellas, ayudaron a sacar a flote a la Fox, que salió definitivamente a la superficie gracias a “La guerra de las galaxias” en 1977.
En 2001, Tim Burton osó realizar un remake, que a la vez era una mezcla de la novela y el film de Schaffner. Mantenía el concepto de sociedad primitiva, pero daba alas al despliegue técnico y olvidaba el guión. Pese a todo, una película entretenida, para ver y olvidar, que sí respeta el desenlace de la novela haciendo estrellar la nave del protagonista en un edificio relevante estadounidense –en la novela, dada la nacionalidad del autor, ese monumento era la Torre Eiffel- para descubrir que ha vuelto a la Tierra, pero que está regida también por simios. En un cameo especial tenemos al propio Charlton Heston caracterizado de simio. Y por supuesto, este año nos enfrentamos a una precuela que trata de explicar el origen de la historia, especialmente a raíz del desenlace de “El planeta de los simios”.
Un final estremecedor
Lo he dejado para el final deliberadamente, no lo he olvidado. Porque aparte de todos los méritos ya mencionados, el gran impacto que provoca la película se produce justo en el plano final, un desenlace que desvelan muchos carteles del film y que obliga a ver la historia con otros ojos, a replanteársela por completo. Por eso, aviso de antemano a los que no la hayan visto que no continúen leyendo.
En el planeta existe la llamada Zona Prohibida, en la cual los simios no se atreven a adentrarse, ni deben hacerlo, y hacia donde huyen el humano parlante Taylor, la humana muda Nova y los simios Zira y Cornelius. El Dr. Zaius teme lo que pueden encontrar allí, e intenta evitarlo por todos los medios. Por el camino encuentran una muñeca humana que habla, lo cual evidencia que hubo en el planeta una civilización humana anterior a la simia. Solamente Taylor y Nova, sobre un caballo, recorrerán la zona a partir de cierto punto. Si Taylor se hubiera percatado de ciertos detalles a lo largo del film –los simios entienden perfectamente el inglés, su idioma nativo; la propia muñeca; la presencia de artilugios demasiado avanzados como cámaras de fotos en medio de una sociedad tan rústica- habría llegado al escalofriante razonamiento que se hace patente en la última imagen: una Estatua de la Libertad semienterrada en la arena –se empieza enfocando desde atrás la corona mientras los personajes avanzan desde ella, de manera que no se ve de qué se trata, y acaba con un plano general que no es más que un dibujo-, símbolo indiscutible de la Humanidad orgullosa de su propia grandeza que hace caer en la cuenta a Taylor de que siempre ha estado en su propio planeta.
Es entonces cuando todo cobra una nueva forma y el mensaje pesimista se adueña del conjunto. Taylor, un profundo escéptico con su propia raza, un misántropo que comienza la película sin remordimiento por haber abandonado a una raza egoísta y autodestructiva en la década de los 70, y que espera en su soledad encontrar una especie humana más evolucionada –la nave lleva siglos viajando por el espacio gracias a una teoría que permite viajar a la velocidad de la luz-, y encuentra que su planeta ha sido destruido por las guerras, por la codicia del hombre, por su incapacidad de convivir con los de su propia especie, y posiblemente ha perecido a causa de un desastre nuclear. Su esperanza de encontrar algo mejor se derrumba en ese momento. Un final revolucionario dentro del género, que ha hecho que “El planeta de los simios” perdure en el tiempo como una obra redonda, como un clásico de culto que no pierde un ápice de emoción y capacidad de sorprender con el paso de los años. Estremecedor, sí, pero ya podríamos tomar buena cuenta de lo que nos espera.
3 comentarios:
Excelentísimo post. Me sigue pareciendo una película que no envejece.
Un saludo ;)
Muchísimas gracias Álvaro. Volví a verla hace unos días para escribir esta entrada, y no ha perdido con el tiempo. Saludos.
yo despues de ver esta pelicula decidi leer la novela, interesante, critica y muy deliciosa, pero es el filme el que se lleva los elogios.
el director logro mejorar la historia original, con un zeius que su temor era por algo que ya sabia y no por una sospecha.
"siempre he sabido de los hombres, y por lo que he visto, me parece que su inteligencia va de la mano con su idiotez, sus emociones controlan su cerebro...es una criatura belicosa que tiene que peliar contra todo lo que le rodea, hasta contra si mismo!"
esa civilizacion clasista y rustica que muestran es excepcional...sus casas son deformes pero poseen armas, su tecnologia no concuerda con sus avances en otros sentidos, si taylor se hubiera detenido a pensar en eso se hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando.
y el final...cuando lo vi la primera vez...se me erizaron los cabellos...y dije...no, no puede ser, noooo...y me cayo una lagrima y quede aplaudiendo a la pantalla de mi televisor.
una joya de tomo y lomo...que demuestra que el presupuesto puede ser poco pero se multiplica cuando el talento es mucho.
saludos
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