El mediometraje tullido buñueliano
Comienza la Semana Santa, la desvirtuada
conmemoración anual que hace la Iglesia de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesús de Nazaret. Desvirtuada por una institución que ha convertido la religión
católica en un descomunal rito pagano, convencida de que la promesa de la vida
eterna apaciguará el miedo a la muerte de una sociedad que se cree segura
adorando símbolos religiosos y encomendándose a un poder superior. Para otros,
entre los que me incluyo, simboliza simplemente una estupenda semana para
tomarse unas vacaciones, justo cuando la primavera ha hecho su entrada y el
tiempo se declara idóneo para pasarse horas tumbado bajo el sol.
Vaya por delante que soy un ateo convencido, así que
La película del mes debía volver dedicada a otro ateo, en este caso, como él
mismo se autoproclamaba, un "ateo por la gloria de Dios". Hablo, cómo
no, de Luis Buñuel, ese genio de nuestro cine que, paradójicamente, triunfó
poco dentro de nuestras fronteras. Y, de entre todas sus obras maestras, he
elegido para empezar la que aglutina todas las pasiones y pulsiones de su
director, un trabajo perfecto aunque inacabado, surrealista, intenso,
delirante, sorprendente, atrevido, irreverente, herético, e increíblemente
divertido e hilarante. Si bien todas suponen un mosaico de su ideología y
creencias.
"Simón del desierto" se enmarca dentro de
la etapa de mayor creatividad de su director, aunque no de la de mayor éxito
comercial y de crítica, si bien el tiempo ha colocado muchos de sus trabajos
anteriores en el lugar que merecen. Es además la etapa más prolífica, pues más
de la mitad de su filmografía la componen títulos mexicanos. Y también se
estrena en medio de una etapa convulsa para el director, que se encontraba a
medio camino entre Francia y México, de donde salieron muchos de sus mejores
filmes -hasta "Viridiana", rodada en España, tenía capital mexicano-.
De hecho, ésta supondría su última
película mexicana, antes de triunfar definitivamente en Francia con "Belle
de jour" o "El discreto encanto de la burguesía".
El film nació de la estrecha relación con el productor
Gustavo Alatriste, que ya había producido "El ángel exterminador" y
"Viridiana", y que les llevó a embarcarse en esta continuación de la
vertiente teológica del realizador aragonés, iniciada con "Nazarín" y
finalizada con "La Vía Láctea", y compuesta a su vez por
"Viridiana". Basada en un relato del propio Buñuel, la película narra
la penitencia de Simón el Estilita, que pasó 37 años en una pequeña plataforma
sobre una columna cerca de Siria. Un personaje histórico que había fascinado a
Buñuel ya en sus tiempos como estudiante en la Residencia de Estudiantes de
Madrid, cuando su amigo Federico García Lorca le había animado a leer "La
leyenda áurea".
Pero Buñuel no realizó un biopic, ni mucho menos, sino que aprovechó la historia para cargar
contra los estamentos de la iglesia católica y contra todo tipo de fanatismo
religioso, ideológico o artístico. Y es que su filmografía, marcada por su
educación durante su adolescencia por
los jesuitas de Zaragoza, tiene en la crítica a las doctrinas eclesiásticas uno
de sus ejes fundamentales, y "Simón del desierto" es un excelente
ejemplo de ello.
La relación con Alatriste imponía a la formidable
Silvia Pinal como actriz en sus películas, como ya ocurriría con sus anteriores
colaboraciones juntos. Pinal realiza una soberbia encarnación del maligno, de
la tentación que busca bajar a Simón, interpretado magistralmente por Claudio
Brook, de su columna, un elemento que representa la cercanía a Dios y la
posición del estilita sobre el resto de los mortales. El contraste entre el
celestial protagonista y los que se arrodillan ante él para expiar sus pecados
es representado por Buñuel mediante el inteligente uso del picado y el
contrapicado, que ensalza la superioridad de uno sobre la insignificancia de
otros.
Pero más allá de sus actores, de lo polémico que
pueda resultar su contenido, y de la buena mano de Buñuel para filmar planos
elegantes, son dos los aspectos básicos que resaltan en "Simón del
desierto". El primero de ellos es su ácido humor, bañado por ese surrealismo
tan característico de su cine que la equipara, en intenciones, con "La
vida de Brian", cuyo sentido del humor es mucho menos sutil y, en cierto
modo, más pueril y básico -no deja de ser inteligente, pero comparado con lo
que hace Buñuel en esta película, se queda en juego de niños-.
El cura amanerado, el enano y su relación con la
cabra, las múltiples apariciones de Pinal -como colegiala mostrando sus
piernas, otra de las obsesiones buñuelianas,
en un ataúd que avanza por el desierto y enseñando un pecho o como el mismísimo
Señor-... todo forma parte de esa sátira que pretende ser, y consigue,
"Simón del desierto". Y para muestra, dos secuencias.
La primera de ellas, la del padre de familia
mutilado que implora a Simón el milagro de recuperar sus manos, para acto seguido
mostrar su agradecimiento discutiendo con su familia y dando una colleja a su
hija. Y la segunda, la del sacerdote poseído, y el lío que se arman el resto de
monjes al gritar “¡viva!” y “¡muera!” indiscriminadamente, todo un acto de
sarcasmo superlativo -especialmente la broma de la apocatástasis- en el que los
sacerdotes casi reniegan de Cristo sin quererlo, engañados por Satán.
Con la primera, Buñuel retrata a la sociedad como
una masa que alardea de ser santa y humilde, cuando en realidad abusa del santo
pidiendo favores gratuitos que no es necesario devolver, entrando en dicho
juego de compra-venta el propio Simón. Mientras recen y reciban el supuesto
perdón del Señor, bastará para pedir favores y creerse merecedores de la vida
eterna, y servirá fundamentalmente para estar en paz consigo mismos. Del mismo
modo, la escena del sacerdote poseído muestra la confusión de la propia
Iglesia, atentando contra la contradictoria moral cristiana y sus castrantes
valores cuando ellos mismos participan continuamente en ese juego de
compra-venta en el que Simón acaba cayendo en más de una ocasión,
inconscientemente, hasta que finalmente sucumbe a la tentación.
El segundo aspecto es su teatralidad, hecha aposta a
partir de unos diálogos descaradamente bíblicos, y su caótica estructura,
repleta de cortes y cambios de ritmo. No es casualidad, pues Gustavo Alatriste
pasaba por serios apuros económicos que acabaron afectando al film, y en el
país azteca Buñuel no recibía todo el apoyo que un artista de su status merecía
por parte de la industria. El objetivo era realizar un largometraje, pero la
falta de presupuesto a mitad de la filmación obligó a suprimir numerosas
escenas de guión y a dejarlo en un mediometraje de apenas 45 minutos de
duración. Los cortes son más que evidentes, aunque Buñuel consigue suplir
muchos de ellos con su excelente dominio del montaje y la planificación. Así, tenía
que reescribir una y otra vez cada escena, a fin de poder filmar con los
escasos recursos con los que contaba. A pesar de que la situación crítica de
Alatriste era conocida, nadie estuvo dispuesto a tomar las riendas del proyecto
sustituyendo al productor, por lo que “Simón del desierto” nunca llegó a ser la
obra que Buñuel había concebido, lo cual no resta mérito al resultado final.
Y, por supuesto, afectó al desenlace, que puede
parecer abrupto pero que encaja perfectamente con el espíritu de la película. Y
es que Buñuel se negaba a dejar su trabajo inacabado, por lo que llevó el
surrealismo hasta el paroxismo introduciendo un avión justo al final de la
historia, que llevará al ya tentado Simón a Nueva York, a un local juvenil,
para ser testigo de la decadencia del ser humano. Su lucha por la libertad
-libertad de ataduras materiales y carnales, se entiende- no sirve de nada para
una sociedad ya entregada al pecado y al ritmo de la música de "Carne
Radiactiva", mientras Simón sigue refunfuñando en un rincón a la vez que
ahoga sus penas en la bebida.
Rodada en México a
comienzos de 1960, fue un gran éxito para la crítica internacional, ganando el
Venecia el premio especial del jurado y el premio FIPRESCI. Otra gran
provocación buñueliana la compone su
banda sonora, formada por "El himno de los peregrinos" de Raúl
Lavista y las saetas y tambores de la Semana Santa en Calanda. Pero más allá de
ser un provocador, fue un vanguardista, y a su manera un visionario, un
adelantado a su época, capaz de tomar los riesgos que muchas producciones
actuales reducen a tímidos intentos de levantar ampollas. En una época como la
actual en la que los valores morales y cristianos están más que nunca en
entredicho, "Simón del desierto" supone una obra excepcionalmente
moderna, que hace de su precariedad de medios un mal menor cuando un genio está
tras la cámara. Y ahora que comienza la Semana Santa, conviene echarle un
vistazo. Así que, como regalo, aquí la dejo. Que la disfruten.
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