jueves, 30 de septiembre de 2010

La película del mes

Brazil ****1/2

El hombre que luchaba contra molinos de viento



"Hollywood es un lugar abominable. Si existiera el Dios de los Antiguos Testamentos debería hacer su trabajo y barrer el lugar del mapa. El único problema es que nos perderíamos algunos buenos restaurantes".
(Terry Gilliam) 
La utopía consiste en un mundo idealizado alternativo al presente y que sirve como crítica sobre este. Posiblemente sea la ciencia-ficción la que ha presentado las utopías más interesantes, desde el futuro apocalíptico de “Mad Max” (George Miller, 1979), consecuencia directa de la industrialización y deshumanización de nuestra sociedad, hasta el eternamente vigilado por el Gran Hermano de “1984” (Michael Radford, 1984) o los precogs de “Minority Report” (Steven Spielberg, 2002). Esta visión alternativa de nuestro mundo, sea futuro o no, puede ser optimista o pesimista, siendo esta última la que concibe la utopía como algo pernicioso para el individuo, alienado por un sistema que, por ejemplo, le exime de cualquier atisbo de libertad intelectual.
A este concepto de la utopía pesimista, también conocida como distopía, es al que pertenece “Brazil”, la película de Terry Gilliam que supone la primera muestra completa del imaginario particular de este brillante director y artista para algunos, pero a la vez odiado y ninguneado por otros. Todo lo que es Gilliam, y lo que será en trabajos posteriores, está presente en este filme. Pero además, “Brazil” presenta el choque de ambos modos de entender la utopía, el positivo y el negativo, como ya ocurriera en otras hermanas de su tiempo como “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982) y “La fuga de Logan” (Michael Anderson, 1976).

Lo que retrata “Brazil” es a una sociedad deshumanizada y sumida en la más anodina burocracia, donde se debe rellenar cualquier formulario antes de dar cualquier paso adelante y donde las personas se preocupan más por las convenciones sociales que por atender a los que han caído víctimas de un atentado terrorista a escasos metros de la mesa del restaurante en el que cenan –otro ejemplo de deshumanización está en lo que comen, una papilla que se acompaña de la foto del plato que debería ser. Y también nos encontramos con un ambiente profundamente anacrónico, donde se juntan los coches de los años 50, los enormes edificios de los años 20 que parecen salidos del “Metrópolis” de Fritz Lang o los tubos neumáticos y las máquinas de teletipos como herramientas de comunicación, en un indescriptible trabajo de dirección artística de Norman Garwood. Sólo se nos da como referencia el hecho de que nos encontramos en algún lugar del siglo XX, por lo que más que ante un futuro posible nos encontramos ante una realidad alternativa, que a su vez puede servirnos como vaticinio de lo que está por venir. Y todo avanza con un aire de cine clásico, de cine noir.


En medio de ese barroco universo se mueve Sam Lawry, llamado a ser un hijo de la revolución, un hombre sumido en sus sueños en un mundo tan controlado que nadie se cuestiona la necesidad de un cambio. Un mundo que cuando comete un error, error que activa los engranajes del argumento, elimina todas las pruebas sin mostrar el menor sentimiento por las vidas que cobra. En sus sueños, Lawry se ve a sí mismo como un ángel salvador, obsesionado con su propia Dulcinea, a la que deberá salvar de las garras de un sistema que hace erigir grandes edificios sobre un precioso monte verde para aniquilar cualquier resquicio de libertad. Una industrialización que traerá a todo tipo de criaturas, desde el ser de piedra con el rostro del jefe del propio protagonista que le suplica que no le abandone hasta unas encorvadas criaturas con careta de bebé que esclavizan a todo el que se oponga a las reglas. Todo en los sueños de Lawry tiene su correspondencia con el mundo real, en ese cruce entre ambas realidades que finalmente pasará factura al personaje, que tararea el “Aquarela do Brazil” como himno de la libertad que anhela -tema musical que utiliza Michael Kamen en su inspiradísima banda sonora, de las mejores de su carrera.

Con múltiples referencias, siendo la más evidente la obra de George Orwell “1984”, “Brazil” es el primer muestrario de las rarezas y manías de un realizador único en su puesta en escena y sus historias, y que ha servido de fuente de inspiración para otros muchos directores –en sus movimientos de cámara, planos cenitales y subjetivos y en su siniestra ambientación y guiñolescos personajes podemos ver un reflejo, por ejemplo, de lo que serían las primeras obras de Jean Pierre Jeunet y Marc Caro. Tras el éxito de los “Héroes del tiempo”, Gilliam tuvo las puertas completamente abiertas para rodar lo que quisiera, y eso le permitió dar rienda suelta a su imaginación y acudir a Lewis Carroll –visible en sus personajes excéntricos e inverosímiles, su humor absurdo, la lógica matemática y cierta mirada infantil no exenta de malicia-, a Cervantes –Sam Lawry no es más que un Quijote preso de su propia esquizofrenia y convencido de que puede acabar con los gigantes y salvar a su dama- y a toda su experiencia como animador para “Monty Python’s Flying Circus” para tejer esta joya del séptimo arte que ha acabado por convertirse en pieza de culto.

Y sí, lo he omitido por conveniencia, porque prefiero centrarme en la figura del cineasta antes que en su pasado como miembro del ilustre grupo cómico británico Monty Python. El único americano de ellos, nacionalidad a la que renunció en 2006, es quizás el más británico del grupo en sus maneras y en su forma de presentar sus historias, el que mejor ha soportado el peso de la irreverencia y su carácter subversivo, mientras otros como Michael Palin, Eric Idle o John Cleese, aunque sensacionales actores y comediantes, se han sumido en los convencionalismos de Hollywood.


Ahí teníamos a Gilliam, todo un Quijote dispuesto a luchar con las productoras en 1985, que pretendían quitarle la potestad de su obra. Mientras a nivel internacional se distribuía la versión íntegra de cerca de 140 minutos, a los mandamases de la Universal el final les parecía demasiado oscuro y preferían optar por un desenlace más feliz, algo a lo que Gilliam se oponía vigorosamente. Y todo ello tras rechazar a la Warner y la Paramount, por ser los únicos que no le ofrecían libertad creativa y decisión plena en el montaje definitivo. La Universal prefirió hacer oídos sordos y re-editó la película con su ansiado happy ending, a lo que Gilliam respondió con un anuncio a toda página en la revista Variety instando al estudio a estrenarla en su versión íntegra. Además, el mismo director realizó pases privados no autorizados por la distribuidora, gracias a los cuales “Brazil” ganó el premio a la mejor película del año de la Asociación de Críticos de Los Ángeles. Todo esto se saldó con el triunfo de ambas partes, dando lugar a un montaje final de 135 minutos supervisado por el mismo Gilliam.


Pero no fue solamente con los productores con los que Gilliam tendría que vérselas. Absorbente y meticuloso con sus proyectos, rechazaba las propuestas de su primer co-guionista Charles Alverson, hasta el punto de no acreditarle finalmente en la película. Fue entonces cuando escogió a Tom Stoppard como relevo, pero igualmente le hizo reescribir el libreto cuatro veces. Finalmente fue con Charles McKeown, más afín con sus ideas, con quien acabó de escribir la historia. Solamente Gilliam, Stoppard y McKeown fueron nominados al Oscar al mejor guión original, mientras que Alverson encabezó una dura batalla de casi dos décadas con el cineasta que culminó con la aparición de unos documentos que harían que Gilliam cambiara su versión de los hechos y admitiera que Alverson había tenido algo que ver en el proceso creativo de la película, cuando ya era tarde para acreditarle o hacerle merecedor de una nominación a los premios de la Academia. Como anécdota, la película tuvo muchos títulos preliminares antes del definitivo, siendo el más llamativo “1984 ½”, homenaje tanto a la obra de Orwell como al “8 ½“de Fellini, autor por el que Gilliam siente profunda admiración.


Y, como no podía ser de otra manera, Gilliam tuvo que lidiar además con los actores. Con un reparto de lujo, “Brazil” contó como protagonista absoluto con un espléndido Jonathan Pryce, a quien el director quería expresamente y desde entonces es uno de sus actores fetiche, ya que repetiría con él en “Las aventuras del barón Munchausen” –tercera entrega de la trilogía de la imaginación, comenzaba por sus dos predecesoras- o “El secreto de los hermanos Grimm”. Como co-protagonista se entrevistó a Jamie Lee Curtis, Rebecca de Mornay, Rosanna Arquette, Kelly McGillis, Madonna y Ellen Barkin, su favorita hasta que vio a Kim Greist, quien finalmente obtuvo el papel de Jill, la chica de los sueños del protagonista. Greist se comportó, para irritación del propio Gilliam, como toda una diva a pesar de ser su segundo trabajo, y hasta el punto de no estar contenta con su personaje y no mezclarse con sus compañeros entre toma y toma. Incluso se negó a que la tocaran, fobia que el director terminó atribuyendo a su personaje. Y como secundario, aunque su personaje sea el let motiv de la historia, tenemos a un casi irreconocible Robert De Niro, tan obsesivo con su personaje de fontanero terrorista –se preparó su papel a conciencia, entrevistándose con cirujanos y adaptando estas maneras a las de un fontanero- que llegó a exasperar al realizador, quien le había dicho que eligiera el papel de reparto que quisiera. De Niro escogió el de Jack Lint, amigo del protagonista, pero tuvo que ser convencido del peso del otro personaje al haberle prometido el de Lint a su colega Michael Palin. Completaron el cast Bob Hoskins y habituales del cine del ex Python como Ian Holm, Jim Broadbent, Jack Purvis o Katherine Helmond, actriz clásica de la televisión que saltó a la fama gracias a la sensacional serie “Soap (Enredo)” y que asumió el papel de la madre de Lawry, la superficial y adicta a la cirugía señora Lawry.


Dos nominaciones a los Oscar (guión original y dirección artística), el ya mencionado premio a mejor película del año y la en general positiva recepción por parte de la crítica no bastaron para repetir el éxito de “Los héroes del tiempo”. “Brazil” fue un fracaso en taquilla, especialmente debido a su precaria distribución y al hecho de ser una película tan difícil y personal. Algunos críticos sí que se cebaron con ella afirmando que era incomprensible e imposible de seguir. Y no es para menos. La confusión que hace avanzar la trama, la de los apellidos Buttle y Tuttle, y todo el papeleo administrativo que conlleva, pueden liar al espectador que no permanezca atento y el avance de la historia es complicado, pero estamos ante una obra que si no se ha entendido a la primera merece ser vista una y otra vez como pieza de arte que es.

“Brazil” es el primer acercamiento al universo completo de un director incomprendido, a veces injustamente maltratado por la industria, la crítica y el público. Una obra maestra convertida en película de culto que recoge todas las constantes del cine de Terry Gilliam, un Quijote que, a día de hoy, sigue luchando contra sus propios gigantes en una meca del cine que odia pero a la que necesita para seguir regalándonos joyas de la ciencia-ficción atemporales y únicas como esta. En lo que a Sam Lawry se refiere, acaba absorbido por sus propios sueños, loco y tarareando esa canción tan carnavalesca que da título a la cinta. Esperemos que a Gilliam no le gane nunca de esta manera la distopía.

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