Bienvenidos a una mágica experiencia
“¡Soy el rey del mundo!”. Con esta frase se despedía temporalmente del cine James Cameron tras arrasar en los Oscar con la colosal Titanic. Pudiera interpretarse esto como un serio ataque de egocentrismo, pero tras doce años de “retiro” y viendo el resultado de ese aislamiento cinematográfico solo puedo decir que se trataba de toda una declaración de principios. Porque Cameron es, con permiso de Peter Jackson y Spielberg, uno de los grandes magos del cine de las últimas décadas, un rey Midas del celuloide de siempre.
Lo que Cameron logra con Avatar es algo impresionante. Consigue una experiencia única, transportarnos a un mundo preciosista, místico, casi pictórico, de frondosos paisajes diurnos y noches de luces de neón. Es imposible cerrar la boca durante las primeras dos horas de este viaje, tanto que llegamos a amar ese planeta paradisíaco, desgraciadamente imaginario, que es Pandora. Tal es el amor que profesamos a esa evocadora tierra, a sus criaturas, a la armonía que emana de sus mismas raíces, que incluso en el momento de la irrupción del hombre en ella y sus irreparables consecuencias sentimos una mezcla de pena e ira. Es más, es tan desbordante la fascinación que baches como algunos pasajes bastante flojos en cuanto a diálogos, un guión lamentablemente previsible, algún que otro actor desubicado –Giovanni Ribisi, mientras que otros como Sam Worthington o Sigourney Weaver están más que correctos- o incluso la inclusión de un villano estereotipado –sobreactuado pero brillante Stephen Lang- en una historia que no requería un malo definido se convierten más que en defectos en detalles nimios a pasar por alto.
Para que un filme alcance la categoría de revolucionario debe pasar un tiempo. Por eso no podemos decir que Avatar lo sea, del mismo modo que solo el tiempo puso en su lugar a “2001: una odisea del espacio” o “Blade Runner”, convirtiéndolas en obras clave del género. De hecho, otros trabajos del realizador como “Abyss” o las dos primeras partes de “Terminator” vieron reconocida su importancia para el séptimo arte años después, y no dudo que a esta proeza le ocurra algo similar. Ahora bien, lo que sí podemos afirmar es que nos encontramos ante una revolución de la técnica cinematográfica, emprendida por un director que sucumbe para bien a lo digital, pero usándolo con cerebro, dándole una nueva dimensión. Perfecciona la captura de movimiento, hasta ahora plagada de defectos, y si no que se lo digan a otro creador de sueños, Robert Zemeckis, que tristemente anda perdido últimamente por culpa de este método de filmación. En manos de Cameron, por ejemplo, los Na’Vi resultan realistas, bien integrados con los personajes de carne y hueso, con su entorno y lo más importante, más expresivos de lo que estamos acostumbrados a ver en esta técnica.


A favor: el fascinante universo en que nos sumerge Cameron
En contra: no era necesario incluir un malo definido, especialmente en el tramo final