La demolición del castillo de los
sueños
De un tiempo a esta
parte, al ratón más rico del mundo le ha dado por mirar hacia el pasado, ya sea
por un ataque de nostalgia o simple oportunismo económico –más lo segundo que
lo primero, nos tememos-, y le ha parecido buena idea traer hasta nuestros días
los clásicos animados de toda la vida. No en forma de esas reediciones y
redoblajes que ya de por sí mancillaban la esencia de los productos originales,
sino en formato tridimensional, con actores de carne y hueso rodeados de fuegos
de artificio, de enormes e interminables murales verdes que llevan hasta el
extremo la idea de su fundador de convertir los sueños en realidad.
La idea de una nueva
adaptación de los relatos de Rudyard Kipling puede parecer interesante, y de
hecho algo queda de sus páginas en sus fotogramas. Pero no contenta con ello, “El
libro de la selva”, la última afectada por el efecto Alicia de Tim Burton,
acaba convirtiéndose en un remake bastante timorato del clásico animado de
1967, que no sabe bien si ceñirse al relato original o traer a toda una nueva
generación, y a imagen real, con pelos y señales, algo que ya hemos visto pero
en otro formato mucho más verosímil y ameno.
Así, la cinta de Jon
Favreau trata de jugar las mismas cartas que la “Cenicienta” de Kenneth
Branagh, pero sin la elegancia en la dirección de este y con un mayor apego,
aunque intente ocultarlo por aparente vergüenza, hacia el material
cinematográfico del que bebe directamente. Animales parlantes, una trama
prácticamente calcada y canciones, pocas por el miedo a perder el objetivo “realista”
de la cinta –en los créditos finales se exponen las demás, las que no se
atrevieron a presentar en el montaje final-, pero canciones. Concretamente dos,
una plenamente justificada, y la otra metida completamente con calzador.
Pero, lo que sí
demuestra “El libro de la selva” por encima de todo es la falta absoluta de
respeto hacia sus propios clásicos por parte de Disney. Hacia ellos y hacia el
cine en general, al que lleva escupiendo desde hace no mucho tiempo con
indiferencia, fagocitando franquicias e ideas y sometiéndolas a su concepto de
lo que debe ser el séptimo arte. Una insensible maquinaria tan artificiosa como
artificial, tan discutible como la interpretación y la mala integración con el
entorno del único humano de la función, como algunos de sus efectos digitales
de última generación –ay, esos lobeznos, qué poco creíbles-, como una
realización de lo más impersonal y mareante. Y lo peor, que demuele ladrillo a
ladrillo la esencia de ese castillo de los sueños que Walt Disney levantara con
esfuerzo e ilusión. Agarrémonos, porque aún están por venir más herejías. Pero
¿se atreverán alguna vez con “El Rey León”?
A
favor: los pocos momentos en los que se asoma la obra de
Kipling
En
contra: El actor protagonista, su artificiosidad, y que es
un remake timorato del clásico animado
Calificación *1/2
Usted mismo
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