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martes, 13 de marzo de 2018

LA CRÍTICA. Mute

Dos horas de nada
A Duncan Jones le ha venido a ocurrir con cada nuevo trabajo lo mismo que a Neil Blomkamp, si bien este último siempre ha tenido una vena mucho más comercial. Ambos comenzaron con atractivas propuestas independientes de ciencia-ficción, con tantas buenas ideas como técnica, pero se han visto incapaces de mantener el status de su ópera prima una vez la maquinaria hollywoodiense les ha fagocitado, aunque los títulos que han estrenado desde entonces no merecen en absoluto las malas valoraciones que la crítica especializada les ha dado.

“Mute” es el descenso particular de Jones a su particular infierno creativo, la confirmación de que le estamos perdiendo cada vez más dentro de los parámetros del cine mainstream. En esto sí se le puede diferenciar del responsable de “Distrito 9”. Pese a su caída en picado, este último sigue manteniendo una coherencia narrativa y visual remarcable. En el caso que nos ocupa, esto no se atisba por ningún lado.


Más allá de un simpático, desconcertante por inesperado y hasta cómico juego autorreferencial, “Mute” no ofrece nada nuevo ni se preocupa por hacerlo. Es la respuesta de Netflix a “Blade Runner 2049”, pero sin alma. Las escenas se suceden unas tras otras sin que tengas la sensación de que te estén contando nada en absoluto. Las tramas se inician y cierran sin que aporten demasiado al conjunto -¿alguien me puede explicar qué pintan los vicios ocultos de Justin Theroux en todo esto?-. Sus personajes tienen elementos característicos –un prominente mostacho, la falta de habla o un dedo, el pelo azul- sin que nada de ello tenga una verdadera razón de ser más que el resultar cool. Todo parece improvisado y banal, como surgido de la mente de su responsable conforme avanza el abultado metraje.


Y lo peor de todo, que aburre. “Mute” ofrece más de dos horas de nada, de una historia de lo más simplona pero mal contada, tratando de ser original en su concepción de los planos –juega con los planos subjetivos, con los puntos de vista de sus personajes-, pero en general haciéndote plantearte la pregunta de por qué se han tomado las decisiones que se han tomado durante su concepción. Por qué los personajes son como son, por qué ocurre lo que ocurre, por qué todo es tan aséptico y hay tan poca cohesión en su conjunto. Para hacernos una idea, poco de distinto hay entre este film y la tan cacareada “The Room”. Sólo su presupuesto, y la escasa trascendencia de la que esperemos que goce la cinta de Jones con el paso de los años.

A favor: la graciosa e inesperada auto referencia de su director
En contra: nada en ella tiene cohesión, y que aburre

Calificación *
No pierda el tiempo

martes, 6 de marzo de 2018

LA CRÍTICA. El ritual

La caída de los dioses
Si algo destacaba en la filmografía de David Bruckner hasta ahora era su condición de segundo –incluso tercero- al mando, de ser el responsable de los segmentos más potentes de todas las antologías de género en las que ha participado. Y poco a poco, se ha ido haciendo gracias a ello un hueco en la industria como un nombre a seguir.

Curiosamente, este film podría ser la consecuencia de uno de sus trabajos más famosos, el “Amateur Night” de “V/H/S”. Es como si se centrase en la figura de ese grupo de amigos en lugar del de su depredadora, como si les diera una segunda oportunidad aquella fatídica noche, para luego volver a impartir su particular justicia divina.

Sendos trabajos vienen a tratar el mismo tema. La deconstrucción de la idealizada figura del macho de turno, del gallito que todos creemos llevar dentro, de ese palomo que saca pecho ante sus amigos pero que a la hora de la verdad se descubre como un auténtico cobarde. Pero más atractivo incluso que ese mensaje de trasfondo, “El Ritual” lleva más allá esta imagen que teníamos de Bruckner como cineasta, acabando por confirmarle como uno de los más estimulantes realizadores que ha dado el terror en los últimos años. Ya en solitario, cambia el cruce de caminos argumental por una única historia planteada de manera coral, por ese grupo de amigos que recorren a pie un bosque como forma de catarsis para esa generación en plena crisis de los 30.


Y lo hace con temple, impregnando de una atmósfera sólida un relato que, en esencia, ya hemos visto antes. Una especie de “Blair Witch” pero bien hecha, con un reparto sobresaliente –formidable la camaradería que desprende el cuarteto protagonista-, historia simple y bien encarrilada y una amenaza inteligentemente oculta que deja momentos tan escalofriantes como esa enorme mano confundiéndose entre los árboles.


Se la puede acusar de cierta previsibilidad, de no partir de un concepto excesivamente original. Lo que no se puede negar es que Bruckner ha conseguido con creces su doble objetivo. Por un lado, demostrar que tiene algo que contar como director y que sabe cómo hacerlo, que merece un hueco en el terror y fantástico por derecho propio. Y por el otro, que los mitos están para romperlos. Que nuestros propios dioses sangran, sufren, y que al fin y al cabo, son tan humanos como nosotros. Y que como tales, también ellos pueden caer.

A favor: la sencillez pero efectividad de su atmosférica propuesta
En contra: algunos la acusarán de cierta previsibilidad y escasa originalidad

Calificación ****
No se la pierda

viernes, 2 de marzo de 2018

LA CRÍTICA. Yo, Tonya

Amor y odio sobre hielo
Estados Unidos, tierra de la libertad. También tierra de amor y odio hacia sus ídolos. Una celebridad puede verse encumbrada a lo más alto de la más alta cima con la misma facilidad con la que puede caer a los abismos del infierno más abrasador. Para Tonya Harding, su cima se cimentaba sobre una gruesa capa de hielo fácilmente derretida por la ferocidad del circo mediático.

La relación de amor odio que toda la nación mantuvo con ella podría extrapolarse a cualquier otro caso, a cualquier otro país, y también a la película de Craig Gillespie. La parte del amor la pone su desparpajo, el frenético montaje y esa inconcebible e inesperada tendencia hacia la comedia negra, que retrata de manera desenfadada temas tan espinosos como la violencia de género, y que hace que en primera instancia se desmarque de otros biopics de temática similar. Gillespie acierta con el tono, y eso la hace una cinta cómoda de ver. Pero sobre todo, el amor que reside en ella lo transmite el elenco principal. Margot Robbie está inmensa, Allison Janney se come cada escena, y Sebastian Stan da el Do de pecho alejándose del personaje que le ha dado la fama en todo el globo.


Sin embargo, también puede desarrollarse hacia ella una sensación de odio, en la que influye especialmente la manera en que está contada, y su propia condición de biopic. Porque al fin y al cabo, lo que Gillespie hace en este film es dejar atrás cualquier atisbo de autoría y convertirse en una especie de David O. Russell, quien a su vez pilla no puede eludir ese aroma a ya visto que desprenden sus trabajos. Una falta de identidad que, al igual que en el caso del responsable de “El lado bueno de las cosas”, acaba derivando en un ejercicio extenuante para el espectador. “Yo, Tonya” puede llegar a cansar a más de uno por sus excesos fílmicos, y esto acaba derivando en el problema principal de la mayoría de los biopics, la irregularidad. Pese a los acertados intentos de Gillespie por hacer una cinta dinámica, su dinamismo funciona a ratos, y se va diluyendo conforme avanza el metraje. Para cuando acaba, no sólo queda la sensación de que esto ya lo hemos visto antes en otras manos, sino de que su segunda mitad sigue los postulados de la primera, pero ya con una importante carga de hastío a sus espaldas.


Lo positivo del caso que nos ocupa es que, con todo, no deja de ser un trabajo loable por su falta de prejuicios, por su descaro y valentía en la forma que tiene de relatar los hechos. Y entretenida, que es muy importante, pese a los tiempos muertos que atesora. Afortunadamente, lo bueno que tiene se impone sobre lo malo. La batalla sobre el hielo entre el amor y el odio acaba, como explicara Robert Mitchum en la imprescindible “La noche del cazador” a golpe de nudillo, con una notable victoria de la primera sobre la segunda. Y ya solo por eso bien merece la pena su visionado.

A favor: su elenco principal y el dinamismo de su puesta en escena
En contra: que sus recursos ya los hemos visto antes, y sus excesos acaban pasando factura al balance global del metraje

Calificación ***
Merece la pena

viernes, 23 de febrero de 2018

LA CRÍTICA. Lady Bird

Al otro lado de las vías
“Lady Bird” comienza con una secuencia que transcurre con normalidad. Una conversación banal entre una madre castrante y su inconformista hija. Hasta que sucede algo inesperado, algo que el espectador jamás esperaría.

Greta Gerwig parece decir con esta rotunda, desconcertante e hilarante carta de presentación que su historia irá por derroteros de lo más insólitos, que el humor que va a desprender su segundo trabajo tras la cámara va a traspasar las fronteras de lo racional e imaginable. Como su propia protagonista, una rebelde enclaustrada en un mundo en el que el hedonismo es una utopía, en el que lo mejor es que el año en el que se sitúa la acción es un palíndromo.

Pero no, para lo que servía esa escena de apertura era simplemente para presentar la personalidad de su protagonista femenina, y la opresiva presencia de su progenitora, en el Sacramento de comienzos de siglo. Y no hay más. La mejor carta que podía jugar la historia de este pájaro enjaulado que sueña con escapar de un ambiente en el que religión y puritanismo son el pan nuestro de cada día se queda ahí, en unos minutos que prometen mucho, pero que no acaban por dar lo que prometían.


Es una buena película, sí, pero no hay en ella nada tan arriesgado como para justificar sus primeros minutos. El resto discurre convencional, sin demasiado arrojo en la dirección –sí, Gerwig sabe poner la cámara, pero su ojo no se diferencia del de cualquier otro realizador independiente contemporáneo-, y apoyándose en un convincente guión y en la fuerza de dos actrices en estado de gracia como Saoirse Ronan y, especialmente, Laurie Metcalf. Pero sin que ninguna encandile ni destaque especialmente. Y esta última no es la primera vez que afronta un personaje similar y con los mismos tics interpretativos –véase la serie “The Big Bang Theory”.


Así, “Lady Bird” es otra película más, otra de tantas independientes que llegan a nuestras pantallas. Sin nada que destaque en ella. Y si lo hace, es fruto de los tiempos que vivimos. Su poderío reside en un trío de mujeres que, ya sea frente a la cámara o tras el libreto, gobiernan con convicción una propuesta que bien podría haber volado libremente hacia otros derroteros más originales y llamativos, saltando de un coche en marcha durante todo su metraje. Así sí merecería vivir al otro lado de las vías, donde todo es mejor. Gerwig, desgraciadamente, prefiere quedarse en el extremo seguro.

A favor: el guión, la secuencia de apertura y sus dos actrices protagonistas
En contra: tras esa escena inicial, va derivando en algo de lo más convencional y poco arriesgado

Calificación **
Se deja ver

domingo, 18 de febrero de 2018

LA CRÍTICA. Black Panther

El rey pantera
Desde que se iniciase el universo cinemático marvelita, una sospecha invade a quien esto escribe. Sospecha alimentada por algunas entregas que no pasarían ni el aprobado raspado, pero que acaban siendo encumbradas por los críticos cinematográficos estadounidenses. Pueden gustar más o menos las entregas de Iron Man –para mí, pasables las tres, pero no empapadas de la socarronería de Tony Stark-, pueden considerarse tomaduras de pelo las últimas aventuras de Spider-Man o Thor, o incluso puede caerse en el hastío con la primera secuela de este último, pero en lo que todas coinciden es en la exacerbada valoración de la prensa especializada, de esos supuestos expertos en el séptimo arte que parecen con la potestad de erigir en éxito o fracaso todo lo que tocan.

“Black Panther” podría entrar en ese selecto club de películas excesivamente bien valoradas –prefiero no usar la palabra sobrevaloradas, que luego dicen que se abusa del término-, pero que no acaban por destacar por encima de otras cintas similares, o al menos no lo suficiente como para encumbrarla como “la mejor película de superhéroes de la historia”. Y ojo, que no es mala película, de hecho es más que decente, pero no fenomenal para un servidor.


La escena tras la estupenda presentación de Wakanda y el personaje principal, antes de los créditos de la compañía, ya define la atmósfera de muchas de las que están por venir. Una apertura sosa, sin alma, que no despierta el interés por lo que nos van a contar. Y esto se repite en el resto de la película. Secuencias de diálogos y más diálogos. Algunos graciosos, otros interesantes, otros tediosos. Un reparto acertado, a excepción precisamente de los dos pilares de la función, el protagonista y su némesis, que no tienen la presencia suficiente para llenar la pantalla, y que acaban siendo superados por los secundarios. Como ejemplo, ese Andy Serkis cuyo villano funciona mucho mejor que el de Michael B. Jordan. Escenas de acción que ayudan a que se pase más rápido su visionado, pero sin ningún atisbo de salirse de la norma. Todo tan mecánico como en “Thor: El mundo oscuro”, pero sin que la historia ni su desarrollo se indigesten, sin llegar a dormirte del todo en la butaca.


Pero hay que insistir en ello. Pese a todo, no es una mala película. Simplemente es una que cumple con su cometido de hacer buena caja sin que te quede la sensación de que has invertido mal tu tiempo y tu dinero. Eso y su importancia como producto destinado a plantar cara a la política Trump. Lo que sí deja, quizá, es una ligera sensación de déjà vu, de haber visto esto antes. Hace más de dos décadas, cuando la propia Disney jugaba a ser Shakespeare con uno de sus clásicos animados. Con algunas diferencias para evitar las odiosas comparaciones. Aquí no están Timón y Pumba, ni la imponente voz de Constantino Romero. Ni siquiera han contado con James Earl Jones. Eso ya habría sido pasarse de listos. Pero sí el advenimiento del rey pantera. Habrá más, aunque esperemos que con algo más de carisma.

A favor: que cumple, sin más
En contra: muchos vaivenes de ritmo, la sensación de que la hemos visto antes, y que simplemente cumple

Calificación **1/2
Se deja ver

viernes, 9 de febrero de 2018

LA CRÍTICA. The Cloverfield Paradox

El gen Abrams
Se le pueden reprochar muchas cosas a J.J. Abrams, pero no que no sepa cómo vender sus productos, cómo atraer al público a las salas y hacer crecer las expectativas del espectador. “Lost” fue su primer producto de consumo masivo, una ficción que semana tras semana enganchaba a medio planeta, mientras iba afianzando su status de culto televisivo para toda una generación. Y luego demostró con “Monstruoso (Cloverfield)” que era un as en esto de generar revuelo en la red, de hacer del marketing viral un arma de seducción masiva.

E igual que repitió la fórmula del éxito de la publicidad con su secuela/spin-off, lo ha vuelto a hacer con “The Cloverfield Paradox”, todo un ejemplo de campaña agresiva, tan agresiva que ha resultado prácticamente inexistente. Su mera existencia es una paradoja en sí misma, como reza su título. Un estreno sorpresa con la alianza de la todopoderosa Netflix, otra abanderada contemporánea de sorprender en lo que a vender sus propuestas se refiere.


Pero por supuesto, al igual que es capaz de recoger lo mejor del responsable de la maravillosa “Súper 8”, es también portadora del gen Abrams, ese que mucho promete pero poco abarca. Porque los seguidores de la serie que le dio el salto al estrellato definitivo, y aquellos que se han sentido decepcionados por ejemplo con su aventura galáctica, lo saben de sobra. Que es un vende humo, que disfruta creando misterios y detalles de lo más cool, pero a los que luego no da salida ni explicación.

Y eso también afecta a esta nueva entrega, plagada de momentos que funcionarían sin problemas de manera aislada –el momento imán, la inundación en la cabina-, junto a otros tan cómicos como ridículos –ay, esa mano traviesa-, pero que no tienen razón de ser aparente dentro de la propia lógica del film. El guión no se preocupa por resolver los muchos interrogantes que plantea, a la espera de que alguna entrega futura lo haga.


Pero más allá de eso, que podrá indignar de nuevo a aquellos que ya no le rían las gracias a la manera de entender el cine de este señor, hay algo realmente destacable en “The Cloverfield Paradox”. Sí, tiene muchos defectos, como esa sensación de pastiche que deja su visionado –por ahí resuenan “Alien”, “Esfera” u “Horizonte final”-, su plana realización y casting, o lo soso de parte de su desarrollo, pero al final lo que destaca de ella es lo bien que abre toda una línea argumental que encaja a la perfección con lo visto en sus dos predecesoras. Porque aunque algunos se nieguen a verlo, esta odisea espacial guarda más relación con las dos anteriores que, por ejemplo, la segunda con la primera. Naturalmente, el pertenecer a esta saga, que bien podría no haberlo hecho, le da una nueva dimensión. A sí misma como la más floja de la trilogía -no por ello mala, ojo-, y a la propia franquicia abriendo nuevos y sugerentes arcos narrativos. Y la línea que abre, tan inesperada como atractiva, es digna de ser vista. Aunque sea por el gen recesivo que define su paradójica existencia.

A favor: la sugerente línea que abre en la franquicia, y lo bien que encaja con las anteriores
En contra: sus clichés, lo plano de su desarrollo, y esa maldita tendencia de su productor de lanzar ideas sin explicarlas

Calificación **1/2
Se deja ver muy bien 

viernes, 2 de febrero de 2018

LA CRÍTICA. Los archivos del Pentágono

El mecánico toque Spielberg
Que una película como ésta llegue a las carteleras en un momento como este no es fruto de mera casualidad. Más allá de cierta sub lectura que pueda extraerse de ella en pos del movimiento feminista que sacude Hollywood recientemente, lo más relevante de lo nuevo de Steven Spielberg es la defensa que hace de la libertad de prensa, enmarcando la trama en un periodo histórico que no dista del que hoy en día se vive en Estados Unidos. Décadas de mentiras por parte del sistema, que culminaron con uno de los episodios más bochornosos protagonizados por un ex presidente, mientras la prensa escrita era obligada a callar o enfrentarse a querellas multimillonarias.

Y que llegue en plena era Trump no es casualidad, es necesario y además es de agradecer. Porque el thriller político de corte periodístico suele dar buenos resultados en pantalla grande si tras la cámara existe un cineasta capaz de otorgar a la interesante historia del dinamismo que la propuesta requiere. En eso, Spielberg es un maestro. “Los archivos del Pentágono”, si algo tiene, es dinamismo, conseguido a base de plantear la historia como si de una trama de espionaje se tratase.


Pero además, como no podía ser de otra manera, es un film de una factura técnica impecable, que la hacen reconocible para los que están familiarizados con la obra del responsable de “La lista de Schindler”. La fotografía de Janusz Kaminski o la banda sonora de John Williams son marcas de identidad del cine de Spielberg, y si a eso unimos a una excepcional pareja protagonista como Tom Hanks y Meryl Streep, el trabajo parece estar ya hecho.


Sin embargo, lo que constituyen puntos positivos para la película, pueden acabar convirtiéndose en no tan positivos si al final la sensación que queda es la de producto mecánico, prefabricado con el toque Spielberg. Porque lo peor de esta etapa que ha emprendido estos últimos diez años es su escasa capacidad para sorprender, para maravillarnos como antaño y mantener su status de creador de sueños en celuloide, de Rey Midas de la Meca del Cine que se ganó a pulso especialmente en los 80 y 90. Da la sensación de que dirige cualquier trabajo que le caiga en las manos, con la eficiencia de un gran artesano, pero sin demasiada alma más allá de una serie de virtudes precocinadas, programadas de antemano para funcionar con la precisión y frialdad de un reloj atómico.

Igual lo peor de acercarse a cada nueva propuesta suya sea esperar eso, que vuelva a sorprendernos, pero es lo menos que se le puede pedir a alguien que nos ha regalado obras tan personales y mágicas como “El imperio del sol” o “El color púrpura”, o ya en este nuevo siglo “Atrápame si puedes” o “Múnich”. Sí, sigue haciendo buenas películas, pero los tiempos en los que nos hacía soñar parecen haber quedado atrás. A ver si lo consigue con su próxima aventura, y conseguimos reconciliarnos con este viejo maestro.

A favor: la pareja protagonista, su dinamismo, y el toque Spielberg
En contra: hace tiempo que ese toque se convirtió en algo mecánico y prefabricado

Calificación ***
Merece la pena 

martes, 23 de enero de 2018

LA CRÍTICA. El instante más oscuro

El héroe de la nación
El biopic. Ese género cinematográfico tan recurrente en el séptimo arte, y también el más fácil de encasillar o enclaustrar dentro de una serie de tópicos. Tópicos que, no siendo manejados con inteligencia, pueden acabar siendo peligrosos para el film en sí. Uno de ellos, el más común, el del tedio, el de hacer un trabajo plomizo en el que cada minuto de metraje pese como una losa. Y el otro, tanto o más peligroso que el anterior, el de caer en el discurso panfletario.

“El instante más oscuro” incurre en ambos. El primero es casi inevitable. Juntemos flema británica, con sus cadencias de ritmo habituales, a un empeño por el dossier de prensa cinematográfico, que no deja lugar para algún instante de complicidad con sus personajes. Y ojo, que tras la cámara está Joe Wright, un especialista en esto de crear personajes empáticos, de lograr instantes de grandilocuente belleza. Ahí están “Orgullo y prejuicio”, “Hanna” o, especialmente, “Expiación” para demostrarlo. Encima es ayudado por la excelente partitura de Dario Marianelli y por un trabajo de fotografía sobresaliente.


Sin embargo, Wright no es aquí más que una marioneta al servicio de su patria. La cinta demuestra carisma, que no personalidad, en la dirección. Se agradecen los planos cortos, los cenitales y los travellings, pero Wright no es aquí más que un documentalista sin alma, totalmente encorsetado por la corrección política que el retrato de su personaje protagonista debe otorgar a su país. Porque “El instante más oscuro” no es más que la disección sesgada de todo un héroe para su nación, centrada más en señalar sus virtudes que sus defectos, más el por qué es una figura importante para la historia que a la persona en sí misma, sin ahondar demasiado en los bochornosos momentos pasados de los que fue partícipe. Y con un sentimiento de lo más patriótico y manipulador, que tiene su mayor apogeo en una escena en el metro que invita a la sonrisa por vergüenza ajena, de esas de exaltación de la bandera nacional.


Aunque este segundo tópico, horriblemente manejado, no empaña su más que evidente necesidad de ensalzar al otro héroe de la función. Gary Oldman está enorme, independientemente de su convincente maquillaje. Ya sabemos que es un pedazo de actor, y que es difícil elegir una interpretación dentro de su trayectoria que no esté al nivel de esta, o que incluso sea superior. Pero aquí es él la mayor parte de la película. Es un vehículo de lucimiento que mejora la cinta en sí. Pero a él le permitimos lucirse de esta manera. Él debería ser el verdadero héroe al que su nación rinda tributo.

A favor: Gary Oldman, inconmensurable, y la correcta dirección, la fotografía y la banda sonora
En contra: esa sensación panfletaria de querer vendernos a un héroe nacional

Calificación **
Se deja ver

viernes, 19 de enero de 2018

LA CRÍTICA. Call me by your name

Ángulos imposiblemente curvos
Tal y como lo describe uno de los personajes del film de Luca Guadagnino, lo que convierte al arte del período helenístico del siglo V en un deleite para la vista es su carácter ambiguo, esos ángulos imposiblemente curvos y músculos firmes que exhiben las esculturas y que invitan al deseo. Una característica que se ha mantenido en el tiempo, y que supone todo un reto para el que las contempla. Un reto por lo prohibido, por descubrir esa sexualidad latente que lucha por no salir a la superficie.

Oliver es como una de esas esculturas helenísticas. Un ser perfecto física, personal e intelectualmente, encarnado con brillantez por un innegablemente atractivo para los sentidos Armie Hammer, que invita al deseo con sólo mirarle. Un hombre que supondrá el paso a la madurez del joven Elio, un magnífico, natural y espontáneo Timothée Chalamet que pese a su reticencia inicial, irá convirtiendo el inicial sentimiento de repulsión y celos ante el nuevo infiltrado en algo de mayor intensidad y peligroso para la época. Porque Oliver, como las esculturas que su personaje tanto admira, es un fruto prohibido en una sociedad que por aquel 1983 seguía sin estar preparada para el amor que presenta esta película.


El trabajo de Guadagnino constituye también una obra de arte en sí misma, en cada uno de sus aspectos. No sólo en la formidable interpretación de su pareja protagonista, sino en las labores de realización, fotografía, guión o banda sonora, por citar algunos de sus puntos fuertes. Pero especialmente, por retratar de una manera exquisita, sincera y con enorme frescura un amor de verano como el que todos hemos vivido alguna vez en nuestras vidas, tanto que no es difícil identificarse con lo que cuenta y cómo lo hace. Un amor con devastadora fecha de caducidad por su naturaleza estival, que en el caso que nos ocupa se torna en una tragedia mayor dada las circunstancias que rodean al relato.


Así, lo que presenta “Call me by your name” es una historia de amor veraniego cargada de sinceridad, sin manierismos más allá de su profundo y marcado carácter europeo, sin rincón para la sensiblería pero sí para la nostalgia. Una de las mejores películas del pasado año, y todo un ejemplo de virtud cinematográfica. Una deliciosa pieza artística repleta de ángulos imposiblemente curvos, que seguramente vivirá eternamente en el tiempo como tal. Lo merece.

A favor: su pareja protagonista, la frescura, sinceridad y exquisitez del relato
En contra: cierta desmesura en su metraje, por decir algo

Calificación ****1/2
Imprescindible

lunes, 15 de enero de 2018

LA CRÍTICA. Tres anuncios en las afueras

En las afueras…
Si por algo se ha caracterizado el cine de Martin McDonagh es por ese corrosivo sentido del humor con el que el director y guionista siembra sus propuestas. Un humor a veces ridículo, a veces muy negro, ya visto con anterioridad en otros directores como Guy Ritchie –el bueno, el de “Lock & Stock” o “Snatch”-, y que le iba como anillo al dedo a las criminales historias que contaba en “Escondidos en Brujas” y “Siete psicópatas”.

“Tres anuncios a las afueras” es la confirmación de que ésa es la impronta del cineasta. Independientemente de la trama que cuente. Porque lo que debería ser un drama o un western contemporáneo seco, al más puro estilo de los hermanos Coen, con la historia de esa madre que la emprende contra las autoridades locales para hacer justicia para con su hija violada y asesinada, se ve impregnado de cotas de humor que bordean el ridículo –esa conversación con las pantuflas-, el humor negrísimo –un oficial escuchando ABBA mientras al fondo se produce una situación trágica-, o sencillamente están fuera de sitio –ese flashback de la hija.


Y aquí está el mayor riesgo que McDonagh asume. Pues lo que tan bien funcionaba en sus dos trabajos previos, aquí puede producir el efecto contrario, el de que el espectador salga continuamente de la cinta y no llegue a empatizar con ella. Pero que esta apreciación, ya personal para cada uno, no lleve a engaño. “Tres anuncios en las afueras” sigue teniendo virtudes que la hacen merecedora de la estampa de buena película. Principalmente su reparto, rubricado con las poderosas interpretaciones de Frances McDormand, Sam Rockwell y Woody Harrelson, en tres roles que representan a esa América profunda, ajena a toda ley del mundo civilizado, donde la única regla es la que hace cada uno por su propia cuenta. Tres personajes, eso sí, marcados por el sello de su creador, que les acerca de vez en cuando peligrosamente a la línea del absurdo y la burla deliberada.


Y por supuesto, tiene momentos de grandeza, especialmente dos que ocurren entre llamas. Momentos a los que también nos había acostumbrado McDonagh anteriormente, de esos que hay que ver con la boca bien abierta. Pero grandes momentos no hacen una gran película, y el resultado es un film irregular, que funciona a ratos, cuando su exacerbado sentido del humor se lo permite. Quizá era su objetivo, que los que comulguen con sus salidas de tono salgan encantados de verla, y que los que no lo consigan se queden precisamente en las afueras. Si es así, objetivo cumplido.

A favor: su trío protagonista, y sus momentos de grandeza entre las llamas
En contra: su peligrosa tendencia hacia la comedia

Calificación ***
Merece la pena

miércoles, 10 de enero de 2018

LA CRÍTICA. La forma del agua

La mujer y el monstruo
El narrador de esta historia no sabe cómo empezar y terminar su relato. Todo lo que le viene a la cabeza es un poema, uno sobre una princesa sin voz y sobre un monstruo que trató de destruirlo todo. Pero al final, los hechos en sí no importan, como tampoco son relevantes el momento y el lugar en los que transcurre, porque lo que queda es una historia de amor, de ese amor sin forma definida, que como el agua lo envuelve todo.

A Guillermo del Toro tampoco le importa las formas al narrar la historia de amistad entre una humana y un dios explotado e incomprendido por la avaricia humana, en una época –intuimos que la Guerra Fría- en la que Estados Unidos y Rusia competía por ver quién los tenía más grandes. Con todas sus capas, sin cortarse un pelo en ninguna de ellas.

Porque si algo ha demostrado el mexicano en su casi cuarto de siglo tras las cámaras es que para él, diferenciar entre monstruos y humanos es irrelevante. Lo que importa en “La forma del agua” es el corazón, no la edad, ni el sexo, ni la raza, temas estos dos últimos que hoy en día siguen siendo tabú. Así, su último trabajo habla sobre la intolerancia, el machismo, el miedo por aquello que no está hecho a imagen y semejanza de nuestros particulares dioses.


Pero sobre todo, del amor. Un amor que del Toro demuestra profesar por el fantástico en particular, y por el cine en general, y que aquí alcanza cotas de expresión pocas veces vistas antes en su filmografía. Un delicioso cuento que lleva a “La mujer y el monstruo” a otro nivel, como si Jack Arnold hubiera preferido explotar la relación entre su criatura y aquella inolvidable bañista interpretada por Julie Adams en lugar de la serie B propia de los años 50. Y lo hace con una capacidad poética inconmensurable, ayudado por la excepcional banda sonora, la envolvente y etérea banda sonora de Alexandre Desplat, el trabajo de dirección artística y maquillaje, y un reparto perfecto en el que destaca Sally Hawkins, que consigue robar el corazón sin pronunciar ni una sola palabra.


“La forma del agua” es otra maravilla que nos regala del Toro. Pero no una más, sino una de lo más especial, hecha no por divertimento sino con alma, a la altura de obras maestras como “El laberinto del fauno”. La reafirmación de que es un absoluto maestro del fantástico, un excelente contador de cuentos a medio camino entre la poesía y el horror. Pero no la confirmación. Eso no lo necesita. Para eso ya están los premios. Los demás llevamos mucho tiempo rindiéndonos a sus pies, como si de un dios se tratase.

A favor: Sally Hawkins, su halo poético, y que reafirma a del Toro como un maestro del fantástico
En contra: nada

Calificación *****
Imprescindible

jueves, 4 de enero de 2018

LA CRÍTICA. The Disaster Artist

El verdadero Hollywood
Espero que sus adoradores no se me echen encima por decir esto, pero “The Room” no es una buena película. De hecho, es mala si nos atenemos a lo estrictamente cinematográfico. Mala dirección, caótico montaje, un guión con ínfulas de emular a Tennessee Williams pero con alma de telenovela, escenas eróticas que invitan al suicidio colectivo, y un nefasto actor protagonista incapaz de pronunciar sus líneas de diálogo con un mínimo de verosimilitud.

Una calamidad de film que parece estar mal hecho aposta. Pero una calamidad que ha acabado convirtiéndose en pieza de culto para toda una generación. Es difícil dar una explicación razonable al fenómeno “The Room”, y sólo es entendible si metemos de por medio la fiebre que únicamente las redes sociales son capaces de propagar. Para quien esto escribe, su éxito reside en el hecho de que es una propuesta que pretende ser seria, pero que no puede ser tomada en serio en absoluto y acaba convirtiéndose en una comedia involuntaria.


Aunque comience con la típica advertencia de “Basada en hechos reales”, lo más loable de “The Disaster Artist”, la crónica de cómo se gestó aquel engendro fílmico, es que acaba erigiéndose también como una comedia involuntaria, que en ese sentido captura el alma de su referente con asombrosa precisión. Y eso que trata el material de referencia con respeto, sin caer en la parodia o la burla facilona.

Sin embargo, es imposible tomarse la historia que cuenta en serio, por muy real que sea. James Franco sabe de sobra que basta con contarla, que el público será el encargado de reírse con ella aunque él mismo no pretenda hacer una comedia. Sin arriesgar, con una narración de lo más convencional y haciendo que se eche de menos el ahondar aún más en el rodaje de esa obra maestra del cine trash. Porque basta con la presencia de su Tommy Wiseau, con su acento y sus inciertos orígenes, con algunos pasajes de su personalidad y pasado nada claros –seguimos sin saber de dónde sacó los millones que costó hacer su obra de culto, de qué vivía ni cómo costeaba su vida-, para que nos entre la risa. Y nos reconocemos estupefactos al descubrir que estamos alabando a un actor que interpreta magistralmente a un mal intérprete.


Ésa es la dualidad que más sobresale en “The Disaster Artist”, la de un público que disfrutará enormemente de una buena película que retrata la gestación de una mala película. La de un drama que se convierte en comedia sin pretenderlo. La de un actor cuya forzada encarnación de un mal actor es para quitarse el sombrero. Y la de un relato que habla del verdadero Hollywood, de ése que sobrevive como puede en la basura de la industria, del que triunfa solo para los paladares más selectos.

A favor: James Franco, su condición de comedia involuntaria, y las incontables dualidades que esconde su relato
En contra: su narración es convencional, se apoya únicamente en su historia sin arriesgar

Calificación ***1/2
Merece mucho la pena
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