(127 Hours)
Danny Boyle, más libre y vivo que nunca
Soy de esas personas que siguen pensando que a Danny Boyle le llegó el Oscar demasiado pronto con “Slumdog Millionaire”. Pero más que llegarle pronto, ya que su carrera es corta pero rica y variada –lleva, sólo para la pantalla grande, más de una quincena de títulos en menos de veinte años- quizás el mismo Boyle no encaje demasiado en el convencionalismo y clasicismo que busca la academia, poco arriesgada en sus elecciones. Sus películas pueden resultar más o menos interesantes, te puede irritar su estilo videoclipero y su música machacona, pero ha sabido hacer de todo esto una marca que recorre su filmografía, desde la aún insuperable “Trainspotting” hasta “28 días después”, pasando por las infravaloradas “La playa” o “Sunshine”.
De entrada, la historia real de un montañista que sufre una caída en el Blue John Canyon y se ve inmovilizado por culpa de una roca que le aplasta la mano y el hecho de hacer pasar casi hora y media al espectador en dicho escenario, con un único actor que además no podrá moverse durante la mayor parte del metraje, no parece el encargo más recomendable para alguien tan nervioso como Danny Boyle. Pero ya nos lo enseñó Rodrigo Cortés en la superior “Buried (Enterrado)”, con la que esta película mantiene evidentes puntos en común: si quieres que una trama ya de por sí encerrada en sí misma como esta mantenga la tensión del público, debes hacer filigranas con la cámara y todos los recursos de los que dispongas.
Desde este punto de vista, Boyle es el director perfecto para “127 horas”. Escrita a cuatro manos junto a su habitual Simon Beaufoy, ya desde el principio el cineasta británico deja patente su huella cinematográfica y nos ofrece un recital audiovisual que le confirman como un auténtico innovador del celuloide. Cámara lenta, rápida, digital, pantalla dividida en dos y hasta en tres partes, flashbacks y flashforwards se alternan con ciento y un recursos narrativos más que ayudan a que sus escasos noventa minutos se vayan en un suspiro, y que generan acción sin que haya acción realmente. Boyle se permite el lujo incluso de abandonar el escenario protagonista para dar una vuelta por el presente, pasado y futuro de su personaje principal, pero esto no rompe el desarrollo de la cinta. Al contrario, se agradecen estos soplos de aire fresco en su asfixiante relato.
Lo demás lo componen imágenes y sonidos subliminales que ayudan a entender las distintas etapas emocionales que atraviesa el rol encarnado por un estupendo James Franco, en la cina de su carrera interpretativa y capaz de transmitir todas y cada una de las sensaciones de su personaje, desde la alegría a la desesperación, la paranoia y la euforia, y que nos hace más llevadera la etapa más dura del relato, esa por la que la hazaña de Aron Ralston ha pasado a la historia.
Todo un canto a la alegría de sentirse vivo y disfrutar el momento, una historia de supervivencia y superación que puede resultar excesiva en su forma, pero que confirma que tras el Oscar, Boyle sigue siendo el de siempre pero con mayor libertad creativa que nunca. Otro en su lugar habría hecho un docudrama al uso.
A favor: James Franco, y que Danny Boyle siga siendo el mismo de siempre, aunque con todavía más libertad
En contra: los excesos de su director pueden pasarle factura, y que tras su anterior filme el público espere mucho más de él
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