“Chicas y maletas” iba a ser una obra cumbre en la carrera del director Mateo Blanco. Salvajemente mutilada para hundir la carrera del realizador, el montaje que se presentó al gran público contenía solamente las peores tomas. Era la gran mentira que el resentido productor, Ernesto Martel, estrenaba con un gran revuelo en los cines de todo el país. El montaje bueno nos lo brinda Almodóvar en sus abrazos rotos. En él, la comedia desenfadada que lucía el manchego en la década de los 80 inunda la pantalla durante los últimos minutos de película. Se trata del único buen sabor de boca de una historia salpicada de celos, remordimientos, recuerdos malsanos y la autoimposición del olvido.
Lo que viene antes es un auténtico dramón salpicado de las constantes melodramáticas del cineasta. Asistimos a la mentira personal que se auto inflinge el mismo Mateo cuando se exilia del mundo y del cine absorbido por su propio pseudónimo, Harry Caine, para tratar de no tener que recomponer las fotos de una vida que lo ligaban a un amor imposible y obsesivo, el que sintió por Lena, una bellísima actriz no muy buena como intérprete, pero que a sus ojos se volvía la mismísima Audrey Hepburn. Una ceguera personal que afectaba a todo su trabajo y que culminó en una ceguera física que le obligó a vivir como escritor y guionista. A través de flashbacks, Almodóvar nos cuenta los orígenes de esa relación, la imposibilidad del amor con Lena por culpa de la pareja de ésta, el productor Martel, y varias tramas secundarias que es mejor no desvelar. Todo intercalado con el rodaje de esas “Chicas y maletas” que supone un soplo de aire fresco de una película necesariamente amarga, una vuelta a los orígenes del director.
Almodóvar juega inteligentemente con el montaje en su última película, y en definitiva juega con el mismo cine. “Los abrazos rotos” mezcla el cine negro, la intriga hitchcockiana, el melodrama de Douglas Sirk –eso sí, pasado por su filtro particular- y finalmente inserta el liberador toque de humor y la estética almodovarianos. Incluso se pueden entrever ciertas reminiscencias a David Lynch en esa forma de presentar parte del pasado de Penélope Cruz haciendo uso de un teléfono solitario sobre una mesa y una enigmática conversación con la recuperada Kiti Manver.
Una de las constantes del cine de Almodóvar, sus actores y actrices, vuelve a sobresalir con fuerza en la película. Lluís Homar y Penélope Cruz soportan con muy buena mano el peso de la narración, secundados por los siempre soberbios José Luis Gómez y Blanca Portillo. A ellos se unen las habituales Rossy de Palma y Chus Lampreave, y una aparición de lujo, la de una Carmen Machi cuyo desternillante papel prosigue en el recomendable cortometraje “La concejala antropófaga”. Solo chirría en el conjunto Rubén Ochandiano, cuya caracterización –y peinado- es bastante irrisoria. De las apariciones estelares de Kira Miró y Daniel Martín mejor no hablar. Solo agradecer su corta presencia en pantalla.
“Los abrazos rotos” no deja de ser una película de Almodóvar más, con todo lo bueno y malo que ello implica. Entre lo bueno están los actores, el guión, la puesta en escena y el universo personal de su director. Entre lo malo, principalmente, esa tendencia a la grandilocuencia final, que pone en boca de un personaje la aclaración de todos los misterios y que se hace un tanto repetitivo y sobrante para quien esto escribe. Y la sensación de que al ser una película más dentro de su filmografía no esté a la altura de sus obras más redondas. No obstante, este dramón de amantes que nunca se fundieron en un abrazo eterno pero sí en un beso final es puro cine del manchego, y eso es ya de por sí garantía de cine con mayúsculas.
A favor: sencillamente, que es una película Almodóvar
En contra: la manía del director de los finales melodramáticos sobre-explicados
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