CINÉFAGOS ANÓNIMOS: La película del mes

martes, 30 de noviembre de 2010

La película del mes

La vaquilla ****1/2

Hola, ¿es el enemigo?

Dos brigadas se reúnen en tierra de nadie, en el terreno de un campo de guerra que separa a las dos Españas, la republicana y la nacional, para intercambiar tabaco. Un bando tiene en su poder los papeles de fumar, y el otro el tabaco. Ambos extremos, hijos de un país que por culpa de una guerra cruenta y absurda –como todas- se ven obligados a luchas entre sí a pesar de ser hermanos, con los mismos deseos primitivos, condenados a vivir la misma miseria y hambruna. No hay disparos, sino insultos y burlas entre ellos, y se hablan como colegas. Incluso dos soldados enemigos comunican a sus superiores la idea de que la guerra les ha pillado en el bando equivocado, y desean cambiarse al otro.

Ésta es la contienda que Luis García Berlanga en la dirección y Rafael Azcona en el guión imaginaron en la que sería su penúltima colaboración juntos, dos años antes de disolver una unión que se remontaba a más de dos décadas atrás. En “La vaquilla” no hay violencia, no hay sangre, sino diálogo y mucho humor, ese humor con trasfondo amargo –muy amargo, el de la guerra- tan característico de la pareja de cineastas con el que diseccionaban la realidad de un país y una época. El único resquicio bélico son esos fuegos artificiales que ponen en alerta a sus personajes.

La película comienza con uno de esos planos secuencia que tanto gustaban a su director, en el que ocurren varias cosas simultáneamente, y donde lo que sucede en segundo plano es tanto o más importante que lo que acontece en primer plano. Las tropas están totalmente desmoralizadas, y la situación es más precaria en el bando republicano. Para subir la moral a la tropa, y de paso bajársela a sus enemigos, los nacionales anuncian a los cuatro vientos que van a organizar un baile y una gran fiesta, con un encierro de una vaquilla incluido. Es entonces cuando al brigada Castro se le ocurre una idea en principio lógica, pero con el tiempo descabellada: robar el astado, matarlo y dárselo de comer a los suyos, para arruinar la fiesta a los nacionales y de paso alimentar a sus soldados. Junto al teniente Broseta, que trata de mantener la disciplina cortándole el pelo a los que desobedezcan sus órdenes y que sobre la marcha se adueña de la idea, reclutarán a un variopinto y cómico pelotón para la misión: un paleto que vivía en la parte de la finca del marqués que ahora ocupa el bando enemigo será su guía, aunque lo que realmente pretende es volver a ver a su novia, que no quiere saber nada de él y le pone los cuernos con un alférez; un falso torero para matar al animal; un cura sin experiencia que conoce todos los himnos y gritos de rigor fascistas; y un homosexual, para distraer al enemigo. A todos nos los presenta Berlanga nuevamente mediante un plano secuencia, que a priori podría dar a pensar que las escenas eran improvisadas. Pero el realizador valenciano era un perfeccionista, minucioso en la planificación de sus trabajos, y poco dejaba a la improvisación. Lo que vemos en “La vaquilla” no es más que una pequeña muestra de su dedicación y obsesión por los detalles, de su extrema minuciosidad.

Como no podía ser de otra manera, el grupo de “expertos” fracasa en su misión, y vestidos como nacionales tendrán que infiltrarse en la línea enemiga a la espera de poder cumplir su objetivo. Una vez allí, para no ser descubiertos, se meterán en un lío tras otro, todos de una elevadísima comicidad.

Berlanga y Azcona aprovechan la estancia de sus protagonistas al otro lado para arremeter sutilmente contra la aristocracia, la iglesia y en general los grupos de poder que gobernaban el bando franquista. Presentados con personajes que recuerdan mucho a los de la Trilogía Nacional, que ambos acabarían tres años antes con “Nacional III”, “La vaquilla” muestra la opresión que ejercen sobre el pueblo. Nuestros protagonistas tendrán que cargar no solo con símbolos religiosos durante una procesión, sino con el mismo marqués a sus espaldas. Porque, aunque otro en su lugar habría adoptado la postura fácil de mostrar un banco como el malo de la historia, Berlanga y Azcona inciden en la idea de que la Guerra Civil fue un acto fratricida bochornoso del que salieron beneficiados los más poderosos. En secuencias como la del intercambio de tabaco inicial, la del baño en el río con los nacionales y la de la casa de prostitutas se nos muestra a hermanos, no a rivales, obligados a matarse entre sí, aunque la película huya por medio del humor de cualquier acto violento innecesario.

El objetivo no era abrir una herida mortal en la memoria de un país, sino ofrecer la primera visión cómica de la guerra de nuestra historia, para aprender de nuestros errores. Aún así, esa crítica a las fuerzas de poder público ya comentadas fue la causante de que la película no comenzara a rodarse hasta 1984, tras casi tres décadas escrita sobre el papel. Y es que, como era evidente, la censura aplazó interminablemente la producción de “Tierra de nadie”, título original de esta mordaz sátira. No fue hasta la llegada de la democracia que Berlanga y Azcona consiguieron hacer realidad un sueño suavemente acariciado durante décadas, y no se escatimó en medios para lograrlo. La localidad zaragozana de Sos del Castillo sirvió de escenario para recrear este pueblo, un microcosmos donde conviven las dos Españas, y casi 300 extras participaron en la producción, además de un equipo de 100 técnicos. Y para conseguir una ambientación creíble, Berlanga contó con un presupuesto holgado de 1.5 millones de euros (250 millones de pesetas de entonces), lo que la convertía en la película más cara del cine español.

Si la mano maestra de Berlanga y el soberbio guión de Azcona eran piezas clave del engranaje del film, no lo era menos su reparto. Todo un elenco de lujo formado por Alfredo Landa, José Sacristán, Guillermo Montesinos, Satiago Ramos, Agustín González, Maria Luisa Ponte, Tomás Zori, Luis Ciges, Amparo Soler Leal, Juanjo Puigcorbé, Valeriano Andrés y la colaboración especial de Adolfo Marsillach, que ponían el broche de oro a un casting perfecto, de los mejores de la historia del cine español. Y la forma de rodar de Berlanga, por si fuera poco, potenciaba la teatralidad de todos gracias al plano secuencia, donde un error trivial hace tener que rodar de nuevo toda una escena. Sería imposible quedarse con una sola de dichas secuencias de la película, repleta de gags memorables. Muchos la ven como la mejor del cineasta, aunque tampoco me atrevería a asegurarlo. Cuando se tiene en el curriculum obras como “La escopeta nacional”, “Plácido” o “El verdugo”, escoger se hace imposible.

El renombre de sus creadores, su reparto, la propuesta en sí y la etapa en la que se encontraba España, con un pueblo que empezaba a saborear sin miedo las mieles de la democracia, hicieron de “La vaquilla” un rotundo éxito de crítica y público, llegando a recaudar en taquilla el doble de su presupuesto en su estreno en 1985. Una nominación en los Fotogramas de Plata de 1986 a Guillermo Montesinos fue la única mención para una cinta que merecía, sin duda, muchísimo más, y con la que Berlanga, fallecido tristemente el pasado 13 de noviembre, y Azcona, también fallecido hace casi tres años, bordearon la perfección en planificación, producción y guión con una película de visionado obligatorio, una obra maestra del cine español, la que muchos consideran como la gran última obra de Berlanga y la primera de su filmografía que vi en mi vida cuando era pequeño y que siempre me recordó al gran Miguel Gila cuando pedía hablar con el enemigo por teléfono.

No puedo acabar esta dedicatoria a Berlanga y Azcona sin mencionar el final de la película. Porque “La vaquilla” es una comedia satírica con un trasfondo agridulce, pero que en su desenlace ofrece su lado más amargo, ese en el que los dos toreros expresan sus deseos de que acabe esa dichosa guerra que ha matado de hambre a varios de sus compañeros, junto al cuerpo inmóvil de la vaquilla del título. Un plano final que cierra la acción justo donde comenzó, con una estructura circular que convierte la película en algo más complejo de lo esperado, con el cadáver de ese animal que ha muerto en tierra de nadie. Que ha muerto de pena, como dice la canción.

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