Esos pequeños españolitos
Los bares. Mucho más
que un simple sitio donde pedir unas tapas o tomarte una caña. Un microcosmos
compuesto por borrachos y sobrios, por la clase alta y la baja, y en resumen, por
seres humanos, que acuden a ellos para ahogar sus anhelos, sus penas y su personalidad en
alcohol. El lugar perfecto para que Álex de la Iglesia conforme de nuevo su
particular ángel exterminador, como en la colosal “La comunidad” o la
infravalorada y reivindicable “Mi gran noche”, para encerrar a sus odiosos ocho
y dejar que el tiempo y las circunstancias provoquen que quieran sacarse los
ojos entre ellos.
Pero mucho más
importante que el estar compuesto por los estratos más estereotipados de la
sociedad –la pija, el hipster, el vagabundo, la ludópata…-, lo que caracteriza
a “El bar” del cineasta bilbaíno es que en él se encuentra recluida toda una
especie en sí misma, un ser al que el director trata desde sus afilados créditos
iniciales como un parásito: los españoles. Y por eso es tan fácil reconocerse a
uno mismo en sus personajes, que no mostrar empatía, algo que tampoco intenta. Porque
este bar es perfectamente reconocible para cualquier espectador, porque
desprende olor a tabaco, a panceta y cerveza de barril. Por eso esta historia
de hipocresía, egoísmo y supervivencia es tan cercana, pese a la distancia que
sus despreciables personajes marcan con el público.
Y para bien y para mal,
es puro de la Iglesia. Para bien, que este señor cada vez dirige mejor, cada
vez maneja mejor los recursos cinematográficos –fotografía, banda sonora,
composición de planos…- y a sus actores, todos en estado de gracia, con Blanca
Suárez, Mario Casas y Jaime Ordóñez llevando con convicción el peso de la
trama, y con la sensación, eso sí, de que podría habérselo sacado más jugo a
los grandes Terele Pávez y Joaquín Climent.
Para mal, pues la tendencia
de su cine a perder el rumbo llegado cierto punto de la trama, que en el caso
que nos ocupa ocurre antes de lo previsto, justo cuando se abandona el
atractivo escenario inicial de la propuesta, pero que al menos aquí transcurre de una
manera más natural que en anteriores trabajos. Menos abrupta, y con la
particularidad y ventaja para quien esto escribe de que la comedia negra va
desapareciendo con el avance del metraje para ir conformando una acertada
autopsia de las miserias del homo sapiens. Una especie de documental sobre
españolitos que haría las delicias de Félix Rodríguez de la Fuente. Desde ese
punto de vista, su tramo final es el más sólido de toda su filmografía desde la
incomprendida “Balada triste de trompeta”. Y ese desenlace en el que la
indiferencia y apatía de toda una ciudad se dan la mano con más patético orgullo
que vergüenza, mucho más. Y mejor no nos engañemos pensando que es pura
ficción. En el fondo, todos somos iguales. Pero algunos llevan un arma.
A favor: el acertado
retrato de la sociedad, su reparto y lo bien dirigida que está
En contra: la sensación
que puede dejar de que pierde el rumbo conforme avanza la trama
Calificación ****
No se la pierda
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