La crisis del demiurgo
“Alumbrar” termina de
manera desconcertantemente contemplativa, con la crisis de la mediana edad
cerniéndose sobre un protagonista que, tras divagar durante hora y media sobre
el poliamor, las relaciones de pareja y la paternidad, entre otros menesteres,
no tenemos muy claro si ha decidido lo que quiere para su futuro o si seguirá
perdido en ese empeño de revivir su pasado a través de las mujeres de su vida.
Es como si “En la
ciudad” de Cesc Gay conociera a Larry David, como si un truhán y un liante
nato, un demiurgo que se radiografía en cada diálogo y plano, fuera encadenando
situaciones que derivan en un final descorazonador, que obliga a replantearse
toda la obra. Aunque, eso sí, la progresión es más que lógica, como si Merinero
nos estuviera preparando para el gran momento.
Si algo llama la atención
de esta segunda parte de su trilogía “Las 1001 novias” es el cambio tonal con
respecto a su predecesora. Sí, sigue haciendo pasear ante la cámara la
cotidianidad y la frescura que da el mockumentary,
aquí sin jugar tanto con el metacine, y cada escena sigue destilando un humor
natural, no prefabricado ni ensayado. Pero en general, el humor ya se ha
tornado más amargo, y esa amargura va impregnando todo el metraje a
cuentagotas, a sabiendas de que esto es el segundo muestrario de una trilogía
que se prevé crepuscular en cada nuevo episodio y bien consciente de su modesta grandilocuencia. En ese sentido, el final debería verse venir de lejos,
pero Merinero juega hábilmente a ocultar su as bajo la manga y consigue lo
inesperado, pillarnos por sorpresa.
Una película mayor, más
seria y madura que la primera, y que tiene precisamente en su desenlace su
talón de Aquiles. Habrá quien piense que el resto de la propuesta carece de la
fuerza de sus minutos finales, que no es sino más de lo mismo. Que esto ya nos
lo ha contado antes su director, y que solamente quiere experimentar con el
séptimo arte. Quizá no les falte razón. Quizá nos está embaucando como a sus ex
novias. Quizá sea ese su juego y su experimento, engatusar a todo el que se
cruce en su camino. Pero si se ve con esas ideas en la cabeza, se perderá la
esencia de lo que realmente busca Merinero, que no es otra cosa que hablar de
la madurez personal y creativa, y de las crisis que ambas facetas conllevan. En
la primera era un niño jugando con su creación, con el espacio y el tiempo, descubriendo
lo que implica copular con la vida. Ahora, el niño se ha convertido en un
adulto, y toca ver la vida con otros ojos. Los de un señor al que, como le dice
en más de una ocasión a las mujeres que desfilan ante su incisiva cámara, se le
está pasando el arroz. Y esa certeza duele.
A
favor: su tono amargo y un desenlace de lo más inesperado
En
contra: que habrá quien piense que es más de lo mismo
Calificación ***1/2
Merece mucho la pena
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