Gélida epopeya en el techo del mundo
El Monte Everest, el
último gran desafío para todo montañero. La última frontera. Un territorio
bello por sus paisajes, pero cuya coronación entraña innumerables peligros. A
más de 8.000 m. de altitud, la presión atmosférica y la falta de oxígeno llevan
a sufrir efectos secundarios como el edema cerebral o la desorientación. Eso si
no hace acto de presencia el cansancio antes que cualquier otro síntoma. El
cuerpo va muriendo con cada metro de ascensión. Y aún así, cada año no son
pocos los que lo intentan, ya sea por superar retos, por cumplir promesas o por
dejar su bandera clavada para la posteridad en su cima.
“Everest” habla de eso,
de las duras condiciones que deben sufrir los que se enfrentan a tal hazaña, y su
preparación previa. Es como una guía de viajes para el aventurero, como un
dossier fidedigno de lo que supone tan importante travesía. Pero también es una
historia real, la de un grupo de alpinistas liderados por Rob Hall y Scott
Fisher, que encontraron en 1996 la peor cara que ofrece la montaña.
En la que podríamos
catalogar fácilmente como su mejor cinta en suelo estadounidense hasta la
fecha, Baltasar Kormákur se apega a los hechos y a la realidad como un clavo
ardiendo, y de ahí no se suelta durante las abultadas dos horas que dura “Everest”.
Su apego hacia la realidad histórica y la fidelidad hacia lo que supone escalar
el techo del mundo son tales que se olvida completamente de la parte más
dramática de la trama. A pesar del carisma de sus personajes, de la naturalidad
de las interpretaciones de su generoso reparto –destacan Jason Clarke, Josh
Brolin y John Hawkes por encima del resto, y los demás, aunque solventes, están
por estar-, la excelente banda sonora de Dario Marianelli y la cruda belleza de
unos fotogramas perfectamente fotografiados por Salvatore Totino, la película
acaba siendo tan fría como las bajas temperaturas a las que se enfrentan sus
protagonistas.
Y si se me permite otro
símil facilón, su epopeya comienza a hacerse cuesta arriba conforme avanza el
metraje. Porque una vez llegamos a la parte con más acción no sólo cuesta
conectar con los vanos intentos de melodramatismo por parte de las lágrimas
secundarias de Keira Knightley, Emily Watson o Robin Wright –funciona mejor la
escena en la que los protagonistas exponen sus razones para el viaje que las
lágrimas forzadas-, sino que a esa falta de emoción se le une una ausencia
absoluta de tensión en sus escenas de riesgo, que hacen que la cinta se vuelva
algo larga y pesada.
Pero con todo, lo que
queda es una buena aventura para disfrutar en pantalla grande, en la que falta
más alma y sobra cerebro y más de un actor famoso, estando algunos de ellos
desaprovechados. Una gélida aventura que demuestra el coraje y aplomo de todos
aquellos que se atreven a viajar más allá de la Barrera de la Muerte. Un lugar
donde sólo están la montaña y el hombre, y es ella la que decide quién se queda
y quién vuelve a casa.
A
favor: funciona bien como dossier sobre cómo es el
Everest; la música, la fotografía y su reparto, destacando a Josh Brolin, John
Hawkes y Jason Clarke
En
contra: le faltan emoción y tensión, y le sobra cerebro
Calificación ***
Merece la pena
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