Olor a Oscar
Cuando eran tan sólo un
joven aspirante a cineasta, cuenta Steven Spielberg que tuvo un encuentro con
el mítico John Ford, sin duda el cineasta que más le influyó a la hora de
dedicarse a la profesión. Ford le enseñó unos cuadros y le preguntó que veía en
ellos, a lo que Spielberg le respondió que unos indios, unos caballos,… y el
veterano director le mandó a callar con una frase sentenciosa: “Cuando
entiendas por qué el horizonte está arriba o abajo en la imagen, y no en el
centro, puede que seas un buen cineasta. Y ahora vete al carajo”.
Esta pequeña anécdota
bien podría pertenecer a una de esas historias que el presidente Lincoln cuenta
a lo largo del metraje del último film del Rey Midas de Hollywood, pero también
sirve para entender por qué la crítica estadounidense, y buena parte de la
internacional, se ha rendido a sus pies, más allá del sentimentalismo y orgullo
patrio.
Al igual que el Ford de
“El joven Lincoln”, Spielberg propone una mirada microscópica, tomando como
excusa un hecho histórico crucial, de una gigantesca figura. Ambos humanizaron
al hombre tras la leyenda, en este caso al padre afligido por la culpa y
amoroso, al marido ausente y fiel, al dirigente astuto y tenaz. Pero, además,
en “Lincoln” constatamos la pasión de Spielberg por el arte y la técnica
cinematográfica, a un nivel comparable al de aquel estudioso de la imagen que
le dio la lección de su vida, y que no por casualidad se alzó con cuatro premios
de la Academia.
“Lincoln” es tan cinematográficamente perfecta
y tan académica en su composición, en su dirección de actores, en su banda
sonora, en su realización técnica y artística, que es imposible darle una mala
nota. Su ritmo, como el de Ford, es tranquilo y pausado, tanto que el conjunto
puede ser un tanto irregular en su ritmo. Algo que depende en parte del
espléndido guión de Tony Kushner, un libreto que, aunque resulta bastante
didáctico, se pierde en ocasiones su propia densidad política. Pero, a diferencia
de Ford, su mirada posee una magia especial que aquí tarda en aparecer, y
cuando lo hace es bienvenida.
Pese a algún desliz de
su realizador –esos innecesarios cambios de plano durante los monólogos de su
protagonista o el alargado desenlace, donde el asesinato sobra-, a ese ritmo
tan irregular o a su pequeño envoltorio, la grandeza de “Lincoln” se ve incrementada
gracias a un reparto perfectamente orquestado, en el que destacan Tommy Lee
Jones y, sobre todo, Daniel Day-Lewis. Lo que el intérprete irlandés realiza no
es solamente un proceso de mimetización con su personaje, sino un logro de
humanización y credibilidad superlativas. Él es el personaje, y nadie mejor que
él podría haberle hecho cobrar vida.
Y todo eso aun cuando
el presidente queda reducido a un segundo plano como un espectador silencioso y
observador mientras otros hablan. Porque más allá del magnífico retrato de la
figura central, lo que toca Spielberg una vez más en su nueva obra es la
xenofobia y la discriminación. Lo demás es puro teatro, aunque teatro de una
factura impecable. Huele a Oscar.
A
favor: Daniel Day-Lewis, inmenso, y la dirección pausada a
la vez que mágica de Spielberg
En
contra: su contenido político puede hacerse algo pesado, y el
momento del asesinato sobra
Calificación: ****
Un gran personaje, en su faceta política y personal, pero demasiado charleta, en esta versión, un vara, sermoneador, y a ratos incluso un tanto lunático. Y todo en esa manera tan Spielberg, de resaltar emociones de forma descarada a través de la música, de abrazos del 'todosjuntosporfin', tan impositivo en sus sentimientos... Pero un personaje como Lincoln no puede producir una mala película y de estas tampoco Spielberg sabe hacerlas. Un saludo!
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