Frankenstein/ La novia de Frankenstein ****1/2
Por un mundo de dioses y monstruos
Halloween, Noche de Brujas. Momento ideal para sacar del baúl de los recuerdos a los grandes monstruos del celuloide. Por eso, en vez de dedicar la película del mes a una cinta de terror al uso –de hecho le dedico demasiado a dicho género la sección cada mes- prefiero dedicársela a uno de esos monstruos del celuloide que tanto abundan en un día como hoy. Y entre los dos grandes representantes del terror de la historia del cine, he preferido comenzar por aquel surgido a la sombra del vampiro.
A pesar de que no era la primera vez que veían la luz en el cine, fue en 1931 cuando “Frankenstein” (James Whale, 1931) y “Drácula” (Tod Browning, 1931) saltarían al estrellato de la mano de los clásicos estudios Universal. Y eso que ya antes, en su vertiente muda, el monstruo de Frankenstein había sido llevado a la gran pantalla en la cinta de 16 minutos producida por Tomas Alva Edison “Frankenstein” (J. Searle Dawley, 1910), o en la ya perdida “Il mostro di Frankenstein” (Eugenio Testa, 1921). Pero la primera aparición sonora del personaje es la que nos ocupa.
Y esta fama fue posible gracias a los estudios Universal, y especialmente gracias a un hombre, Carl Laemmle, Jr. El hijo del anterior fundador de la compañía la había heredado de su padre con el objetivo de modernizarla, de salir del bache que había supuesto el crack del 28 y cuyas consecuencias aún azotaban al país. Y rápidamente, Laemmle hijo comprendió que en una época de crisis lo mejor era ofrecer películas al público que les ayudaran a evadirse, y entendió que el mejor género posible para ello, a la vez que sería el único capaz de plasmar en pantalla situaciones más funestas que las de la época, era el terror. Con este género había flirteado ya la compañía en los años 20 gracias a Lon Chaney y su camaleonismo demostrado en obras como “El jorobado de Notre Dame” (Wallace Worsley, 1923) o “El fantasma de la ópera” (Rupert Julian, 1925), pero ahora las posibilidades que ofrecía el sonoro eran incalculables para el terror.
Sin embargo, el gran cambio que el nuevo propietario realizó en la Universal fue el de otorgar libertad creativa absoluta, salvo algunas restricciones para acomodar las películas a los gustos de todo tipo de público como potenciar el romanticismo, a los realizadores que tuviera en nómina, a confiar ciegamente en ellos. Y una de las primeras elegidas bajo su mandato fue la adaptación de la novela gótica de 1818 escrita por Mary Wollstonecraft Godwin, más conocida como Mary Shelley tras contraer matrimonio con el filósofo y poeta Percy Shelley, “Frankenstein o el Moderno Prometeo”. El primer elegido para llevarla a la gran pantalla fue Robert Florey con Bela Lugosi como monstruo. Pero Lugosi, cuyas aspiraciones artísticas habían crecido enormemente gracias al éxito de “Drácula”, no se sentía cómodo con el papel, era poco digno de su capacidad interpretativa el hecho de emitir solamente gruñidos y realizar gestos de zombi. Apeado Florey del proyecto, Laemmle recurrió al inglés James Whale, con quien mantenía muchas cosas en común y quien elevaría al personaje a la categoría del icono que conocemos hoy día.
Marcado durante toda su vida por su reclusión en un campo de concentración durante la I Guerra Mundial, James Whale descubrió allí su talento como director teatral, tanto que a finales de los años 20 triunfaría con la representación de “Lo que queda del día”, donde conocería a uno de sus actores fetiche, Colin Clive. Tal fue el éxito de la obra en Broadway que Hollywood puso sus ojos en él y en 1930 dirigiría la versión cinematográfica de la misma. Ingenioso y meticuloso en su trabajo, además de conocer bien el oficio teatral y cinematográfico, Whale fue escogido por Laemmle gracias a todas estas virtudes, y la elección no pudo ser más acertada.
En su forma, “Frankenstein” tiene claras referencias al expresionismo alemán, visibles en la forma de contar la historia y los decorados. La fotografía de Arthur Edeson o la dirección artística de Charles D. Hall justificaron la contratación de Whale durante la pre-producción y demostró las aptitudes artísticas del cineasta, influenciado por las obras de terror que llegaban del este, de directores como F. W. Murnau o Paul Wegener. De hecho, la primera incursión notable del terror en el séptimo arte vino desde Alemania, y cuando cruza el Atlántico el género se vuelve más romántico, humanizando al monstruo, un ser con un serio conflicto sexual, afectivo o amoroso que no puede realizar y en cuya búsqueda clama venganza o, por error, se cobra varias vidas a su paso.
Una gran aportación artística del film viene, por ejemplo, de esos decorados tan teatrales, aunque realistas, provistos de una gran profundidad y que incluyen exteriores como el cementerio o interiores como el original laboratorio provisto de peculiar material de trabajo. Y otra gran aportación supone la manera en que Viktor Frankenstein –en la película llamado Henry Frankenstein- da vida a su criatura. En el libro se omite toda explicación, aunque haya comentarios acerca de magia negra, pero en la película se habla del uso de la electricidad para dar vida, una teoría biológica a la que Whale se aferró para dar credibilidad a la trama y que demuestra no sólo su meticulosidad a la hora de abordar un proyecto, sino también la libertad de la que gozaba gracias a su productor. Una libertad que queda patente también en la elección del reparto, lleno de caras conocidas de su filmografía como Mae Clarke, quien da vida a Elizabeth, o el ya mencionado Colin Clive. Mención especial merece como secundario Dwight Frye, que interpreta al jorobado profanador de tumbas Fritz, y que ese mismo año encarnaría al demente Renfield en “Drácula”. Fritz es, en mi opinión, el personaje más carismático y memorable de toda la película. Con este papel comenzaría una relación de respeto entre actor y director que se prolongaría en otras películas como “El hombre invisible” (J. Whale, 1933), “El hombre de la máscara de hierro” (1933) o “La novia de Frankenstein” (1935), donde interpretaba hasta tres papeles distintos.
Si bien “Frankenstein” posee momentos realmente memorables –el final en el molino ardiente, la escena con la niña junto al lago-, es precisamente gracias al monstruo, a su caracterización, que resulta una obra imperecedera. No hay nadie que vea al monstruo del filme de Whale y no sepa al instante de quién se trata. Pero el 50% de este mérito debemos dárselo a Boris Karloff, cuyo físico corpulento, exagerado por el maquillaje de Jack Pierce que le hacía lucir una cara de facciones gigantescas y un cuerpo de proporciones imposibles gracias a unos zapatos de plataforma y un enorme traje que le causaron daños en la espalda durante toda su vida, le hicieron idóneo para encarnar al monstruo una vez Bela Lugosi estuvo fuera del proyecto. Británico emigrado a Estados Unidos en busca de fortuna, William Henry Pratt trabajó en decenas de películas sin éxito hasta que, bajo el pseudónimo de Boris Karloff, encarnó a la criatura con mucho éxito. En los créditos iniciales de la película, para añadir un halo de misterio al personaje, aparece acreditado como “?”, para en los finales aparecer simplemente como Karloff. Gran amigo de los niños –esto ayudó a que la pequeña Marilyn Harris, que interpreta a María, no le cogiera miedo a pesar de su horrible aspecto- y enamorado de su profesión, el mayor reconocimiento lo cosechó, al igual que Lon Chaney, bajo tortuosas capas de maquillaje, lo cual lo encasilló en el género sin remedio a pesar de que mostrara sus capacidades interpretativas en “Scarface” (Howard Hawks, 1931) o “El caserón de las sombras” (“The Old Dark House”, J. Whale, 1932). Pero fue su encarnación de Im-Ho-Tep en “La momia” (Karl Freund, 1932) y las tres secuelas de “Frankenstein” las que le encasillaron definitivamente. A pesar de ello podríamos decir que era uno de los actores más completos del cine de terror, aunque el mismo Bela Lugosi no admirara sus interpretaciones argumentando que era todo maquillaje y gruñidos –este detalle está perfectamente plasmado en “Ed Wood” (Tim Burton, 1994)-. Pero al igual que este, sufrió el declive del género en las dos décadas siguientes y acabó relegado a la televisión hasta que Roger Corman y Peter Bogdanovich le hicieran un sentido y merecidísimo homenaje en “El cuervo” (R. Corman, 1963), “El terror” (R. Corman, 1963) y “El héroe anda suelto” (P. Bogdanovich, 1968). En este sentido, acabó su carrera por la puerta grande, algo de lo que Lugosi no podía presumir.
La apuesta del productor Laemmle salió mejor de lo que esperaba, pues “Franskenstein” supuso un apoteósico éxito de taquilla. Todo gracias a la buena mano de un ingenioso cineasta que fue capaz de convertir un guión bastante mediocre –de hecho es el peor aspecto de la película si se analiza detenidamente hoy en día- en una joya del terror romántico propio de la Universal. Y además supuso uno de los primeros casos en el que se prescindía del plano fijo para mover la cámara, todo un adelanto para la época y que demostraba el espíritu transgresor del director. Whale tuvo que lidiar con las agrupaciones religiosas, que veían poco ético presentar el caso de un hombre que jugaba a ser Dios y que, encima, se jactaba de su proeza. Para acallar la polémica, Whale rodó el prólogo que abre la historia a cargo de Edward Van Sloan, el actor que interpreta al Dr. Waldman y que ese mismo año también encarnaría a Van Helsing en “Drácula”. En él se nos avisa de lo que vamos a ver durante la hora siguiente y visualizando la historia como la de un hombre que quiere crear un ser a su imagen y semejanza sin tener en cuenta a Dios.
Tremendo éxito propició que cuatro años después llegara la primera secuela de la franquicia. Y ocurrió algo inesperado. “La novia de Frankenstein” es el primer caso de la historia en que podemos desmentir el hecho de que “nunca segundas partes fueron buenas”. Ya en su presentación Whale demuestra una originalidad desbordante. Vemos a la mismísima Mary Shelley realizar un resumen de la primera entrega y avisar de que todo no acaba con la criatura muriendo abrasada por las llamas en el molino. Whale cambia entonces la visión de su predecesora presentándola como una obra de ficción relatada por su autora al público en la cual todo es posible. Así de paso justifica el hecho de que la criatura haya sobrevivido y enlaza casi metalingüísticamente con la primera entrega.
Con un guión mucho más potente de William Hurlbut y repitiendo parte del equipo técnico y artístico, “La novia de Frankenstein” es notablemente distinta a la anterior, para algunos incluso la supera. Entre los cambios que el director realiza está el tratamiento más humano del monstruo –aquí por fin comienza a hablar y manifiesta sus deseos y sentimientos, además de perdonar en el tramo final a su creador y llegar al punto de suicidarse, asumiendo su condición de ser antinatural- y, sobre todo, en una visión más excéntrica de la historia, más cercana al humor negro que al terror puro y duro. Entre las excentricidades más llamativas que podrían elevar a esta película sobre la anterior está el mostrar al personaje de Karloff disfrutando de ciertos placeres –el monstruo no solo habla, sino que fuma y bebe vino-, la figura del Dr. Pretorius –excelente Ernest Thesiger, que llega a eclipsar al protagonista- y esas criaturas miniaturizadas de este que bien podrían haber inspirado al Tod Browning de “Muñecos infernales” (1936).
Con su enloquecida trama –el Dr. Pretorius pretende crear una mujer al monstruo y convence a la fuerza no solo a este, sino al Dr. Frankenstein-, Whale realiza la progresión en mi opinión más lógica que debe seguir una secuela de una cinta de terror. Como ocurre con “Evil Dead II” (Sam Raimi, 1985) o la reciente “[•REC]2”, una secuela dentro del género debe combinar, para desmarcarse de su predecesora, el humor más macabro con el terror e incluso, si se puede, con el romanticismo. Una secuela muy “pulp”, rotundamente “freak” donde el director da rienda suelta más que nunca a su histrionismo tras la cámara. “La novia de Frankenstein” se beneficia de todas las virtudes de “Frankenstein” y las lleva más allá haciéndola más febril, con unos ángulos de cámara subjetivos, donde predominan los primerísimos primeros planos, los planos inclinados y los picados como medio de añadir toques esquizofrénicos y de locura al ya de por sí demencial guión.
Destaca especialmente el tramo final, donde se alumbra a la novia del monstruo. Memorable la interpretación, y el look, de Elsa Lanchester, esposa del actor Charles Laughton y que también interpretaría a Mary Shelley al comienzo de la película. Su eléctrico peinado, posible predecesor de la moda “punkie”, y sus movimientos de roedor desconcertado, así como su grito al ver al monstruo, forman parte ya de la historia del cine. Repiten de nuevo en sus papeles Karloff –quien además añade más registros y matices a su interpretación- y Clive –Mae Clarke sería sustituida por Valerie Hobson-, y Dwight Frye vuelve para encarnar tres papeles distintos. El único punto débil que tiene esta secuela, descontando los errores de continuidad con la anterior –esto es hasta justificable si tenemos en cuenta el prólogo con Shelley-, es el de la actriz Una O’ Connor, excesivamente sobreactuada, como buscando una vis cómica que realmente el conjunto no necesita. A pesar de ello, O’Connor repetiría posteriormente con Whale.
Tras este éxito, la Universal daría pie a dos secuelas más, ya sin Whale tras la cámara. En la última, “La zíngara y los monstruos” (“House of Frankenstein”, 1944), Karloff colgaría definitivamente la careta del monstruo al ver que más que miedo empezaba a causar risa, en una década en la que “la gran U” comenzaba a brillar con menos fuerza. Eso fue justo un año antes de que Whale se retirara del cine para dedicarse a su afición por la pintura y tocado mentalmente por la guerra que le había tocado vivir. Abiertamente gay, el director aparecería ahogado en la piscina de su casa en 1957, junto a una nota de suicidio. Sus últimos días, sumido en la demencia y la depresión, se encuentran reflejados de una manera nostálgica y soberbia en la excelente “Dioses y monstruos” (Bill Condon, 1998). Otros después de él intentaron llevar al cine la historia, ya fuera como pretexto argumental para hacer algo totalmente distinto –“Re-Animator” (Stuart Gordon, 1985)- o en su vertiente más clásica –“Frankenstein, de Mary Shelley (Kenneth Branagh, 1994)”-, sin olvidar la animación –“Frankenweenie” (T. Burton, 1984)- y la comedia –“El jovencito Frankenstein” (Mel Brooks, 1974).
Con estas dos excelentes películas, a las que el tiempo puede que haya hecho perder parte de encanto, la Universal y James Whale darían comienzo a una nueva etapa dentro del cine de terror –la siguiente llegaría de la mano de la Hammer en los 40 y 50- y daría a luz a uno de los iconos cinematográficos y mundiales más reconocidos y que hoy, día de Halloween, está más vivo que nunca.
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5. Gracias a todos los uploaders.
Enhorabuena por la entrada, muy elaborada. Es uno de mis clásicos de terror favoritos. Una buena película de Halloween. Hoy he visto una que recomendastes el año pasado, Truco o Trato que cómo homenaje a Halloween funciona. Terror infantil para todos los públicos estilo Historias de la Cripta. Un saludo Gerardo.
ResponderEliminarEmilio Luna
Muchísimas gracias Emilio. Debo confesar que como película me gusta más el Drácula de Tod Browning, pero como icono el Frankenstein de James Whale está más reconocido, pero sus películas me dan la sensación de que han trascendido menos, así que ahí va mi sentido homenaje.
ResponderEliminarEn cuanto a Truco o Trato, película altamente recomendable para la noche de Halloween y un film que creo debería ser de culto dentro del género. Lástima que se la tratara tan mal.
El Dr pretorius es el personaje mejor escrito de esta década, XD todavía me rio con él cuendo veo La novia de Frankenstein, bien trabajado el post.
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