lunes, 10 de julio de 2017

LA CRÍTICA. Gru: Mi villano favorito 3

¿Sigue molando ser malo?
Si para algo ha servido la existencia de “Gru: Mi villano favorito” es, aparte de para llenar las arcas de Universal a base de taquilla y merchandising y para ser la impulsora de que otras propuestas modestas como “Sing!” o “Mascotas” se abran paso entre los gigantes animados de Disney y Pixar, es para demostrarnos que mola ser malo. Con corazón, pero malo. Porque pese a su carácter innegablemente infantil, aquella entretenidísima  cinta con la que Pierre Coffin y Chris Renaud abrían la saga nos venía a decir que incluso los villanos necesitan la aceptación ajena, y que precisamente de la falta de esta aceptación pueden nacer los monstruos.

Después de una primera secuela de lo más lógica en su discurso –la necesidad de una figura materna sobre la que asentar las bases familiares-, “Gru: Mi villano favorito 3” vuelve a reincidir en la idea de la aceptación, en la imperiosa necesidad de un espejo mejorado de nosotros mismos en el que mirarnos –ese hermano que desea también ser malo para continuar la tradición familiar-, en los juguetes rotos –ese Balthazar Bratt, una especie de Borjamari y Pocholo, de lo mejor de la película- y en los modelos a seguir y admirar.


Una serie de mensajes que estarían bien enlazados, si no fuera porque comienzan siendo bien expuestos para luego no llevar a un sitio definido. Esta nueva entrega de la saga atesora una enorme cantidad de subtramas, todas girando sobre el mismo eje de la aceptación, pero la mayoría desaprovechadas y sin demasiado trabajo argumental por parte de sus responsables, más allá de provocar risas y sonrisas –más esto último que lo primero- y seguir engrasando la maquinaria de hacer dinero en la que se han convertido en sus personajes.

Una tercera parte funcional, que cumple su cometido de entretener, sin más, y que viene a marcar un punto de inflexión en la franquicia, fundamentalmente porque da muestras de que sus guionistas no saben cómo estirar el chicle. Viene a ser como “Shrek Tercero” para la saga del bonachón ogro de Dreamworks, pero salvando las distancias. Porque no pueden compararse las dos primeras partes de ambas series de filmes, ni la que nos ocupa llega a los niveles de aquel olvidable tercer episodio.


Y a todo esto, ¿y los Minions? Pues por ahí deambulan también, convertidos en un monstruo que ha acabado fagocitando al verdadero protagonista de la película, ya demandando más protagonismo e incapaces de articular pequeños sketches tras su primera puesta de largo en solitario. Pero sin aportar nada al hilo principal, como mero reclamo para atraer a la audiencia a las salas. Lo demás, pues al mismo nivel. El de un producto perfecto para consumir en familia, pero con el convencimiento de que ya no mola tanto ser malo.

A favor: que entretiene, y el concepto del villano de la función
En contra: es una secuela funcional a bastante distancia de sus predecesoras

Calificación ***
Merece la pena

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