miércoles, 30 de noviembre de 2011

La película del mes: Philadelphia

La batalla contra los prejuicios

Mañana se celebra el Día Mundial de la Lucha Contra el SIDA, pero además este 2011 supone el trigésimo aniversario del primer caso documentado de VIH de la historia. Por este motivo, La película del mes debía estar dedicada a una de las películas que más abiertamente trató el tema en la gran pantalla. No fue la única, ni mucho menos la primera, pero su relevancia para el séptimo arte es indiscutible, y su alcance continúa hasta nuestros días. “Philadelphia” llegó en una época en la que el debate estaba abierto, ofreciendo una mirada de la enfermedad emotiva, respetuosa, y para algunos, algo ingenua y excesivamente académica y comercial.


Todos estos aspectos serán tratados en las próximas líneas. La recepción del film, su impacto social, sus verdaderas intenciones, defectos y grandes virtudes. El enfoque será ligeramente distinto al de otras películas del mes. Aquí se hará poco hincapié en la historia que rodea al rodaje de la película, punto que también se tratará. Lo importante es extraer la esencia de una cinta que habla más de la discriminación y la tolerancia, de la lucha por los derechos humanos y la aceptación social, que de la enfermedad en sí misma, desmitificando algunos tópicos sobre esta última y la comunidad homosexual en general. Y esto, en un día tan importante como el de mañana, sigue tan vigente como hace 18 años, cuando la película llegó a las carteleras.


El SIDA y el cine: tres décadas de historia
El cine, entre otras muchas funciones, posee la capacidad de plasmar en pantalla las inquietudes y preocupaciones de toda una época. Ya sea a modo de biopic o documental, mostrando la realidad histórica con la mayor fidelidad posible, o reflejando simplemente toda una generación, el séptimo arte es un fiel testimonio del periodo que retrata o en el cual se enmarca. El problema del SIDA, uno de los grandes males de finales del siglo XX, no ha sido ajeno a ello, y aunque no empezó a hacer aparición en el celuloide hasta hace 25 años aproximadamente, sí que ha habido innumerables propuestas que se han preocupado por plasmar no sólo la etapa postSIDA, sino también la preSIDA.

Para entender el alcance de la enfermedad, habría que remontarse a los felices años 70, incluso los 60, cuando la juventud inquieta vivía un periodo de liberación sexual y cultural marcado por la era hippie. El documental “Woodstock”, de 1970, retrata muy bien lo que supuso no sólo este festival en 1969, sino el modo de vida juvenil de la época. Incluso recientemente, un documental, “Gay sex in the 70s”, revelaba la cultura gay de la época presida en Nueva York.

Y es que se desconocen los casos de SIDA que pudieron darse en los años 70, pero sí se sabía que fue entonces cuando muchos de los afectados por la enfermedad en los 80 la habían pillado. De hecho, la muestra más antigua de sangre contaminada data de 1959, en el Congo, y a partir de ahí sólo tenía que propagarse. El propio Rock Hudson, que hizo pública su enfermedad en 1985, la había contraído casi doce años antes, y lo hizo público en un anuncio que contribuyó a la histeria colectiva. Y más aún contribuyó su muerte ese mismo año, convirtiéndose en la primera figura pública que fallecía víctima del VIH.

Lo que también se sabe es que en verano de 1981 comenzaron a aparecer casos de sarcoma de Kaposi y neumonía por Pneumocystys carinii en Nueva York y California, que fueron el primer paso para toda la oleada de pánico que llegó después, una vez se hicieron públicos los análisis. Porque más grave que la enfermedad en sí misma fue el miedo derivado de la ignorancia de muchos, de la incomprensión e intolerancia ante un mal desconocido, unido a la poca aceptación social que la comunidad gay tenía entonces.  La palabras SIDA y homosexualidad comenzaron a ligarse como algo inseparable, a pesar de comenzar a aparecer casos en hombres, mujeres e incluso niños, todos heterosexuales. El miedo ante lo desconocido y la intolerancia eran suficientes para convertir a los homosexuales en parias. Todo pese a que el gobierno norteamericano trató de llamar a la cama argumentando que la epidemia se encontraba confinada a los gays y a los drogodependientes que usaban jeringuillas no esterilizadas y ya usadas, quedando la vía venérea y el contacto por sangre como únicas fuentes de contagio. Llegó incluso a llamarse el cáncer gay o la peste rosa.

La primera película hecha para televisión sobre el SIDA llegó años más tarde, en 1985, cuando comenzaron a comercializarse las primeras pruebas para la detección de anticuerpos frente al VIH. Se trata de “An Early Frost”, de John Erman, que trató de transmitir información correcta acerca de las vías de contagio y en parte a eliminar los rumores que rodeaban a la nueva enfermedad, como el hecho de que pudiera contraerse por la saliva o que causaba mortalidad inmediata. Le siguió en 1986 “Parting Glances”, con una visión mucho más desenfadada y cuyo director, Bill Sherwood, moriría víctima de SIDA, siendo esta su única película. Al otro lado del charco también se aportaría entonces una visión del tema, como la brasileña “Estou con AIDS”, realizada en 1986 por David Cardoso, o “Las noches salvajes”, del francés Cyril Collard. Esta última es justamente la autobiografía del propio Collard, basada en su propia novela homónima y dirigida en 1992. En 1993 ganaría en los César, siendo imposible que el autor acudiera a la gala, pues falleció tres días antes de la entrega a causa de una enfermedad derivada del SIDA a los 36 años.

En 1990 se estrenó una de las películas mejor valoradas por la comunidad gay y convertida en obra de culto con los años, “Long Time Companion (Compañeros inseparables)”, aunque en su momento no sedujo demasiado a la crítica. Dirigida por René Norman, y basada en una obra de teatro, el film mostraba los efectos que la enfermedad producía en un grupo de amigos jóvenes, y exploraba el sentimiento de pérdida de un ser querido, constituyendo un mensaje extrapolable a cualquier otro mal. La historia comenzaba precisamente con la publicación en el periódico en 1981 de una noticia sobre una “rara enfermedad que afecta a los hombres gays”, y recoge además imágenes idílicas y felices en su comienzo de la época preSIDA. Y ese mismo año, 1990, sería cuando el escritor cubano Reynaldo Arenas moriría tras convivir con la enfermedad en Nueva York. Su turbulenta vida fue llevada al cine por Julian Schnabel en el año 2000 en “Antes que anochezca”.

Pero aparte del impacto emocional de la enfermedad, y de su realidad social, el cine se preocupó de retratar la turbulencia política y científica vivida en plena época Reagan, bien retratada en la laureada “En el filo de la duda (And the Band Played On)”, de Roger Spottiswoode, en 1992. Este trabajo presentó al detalle la notable labor en materia epidemiológica llevada a cabo para buscar el inicio de la infección, desarrollando la teoría de la existencia de un paciente cero, pero también plasmaba el sabotaje al cual se vio sometida la investigación en los años 80 por conflicto de intereses económicos y políticos, así como por culpa de la rivalidad entre grupos y la búsqueda de glorias personales.

Y entonces llegó “Philadelphia”, que se erigiría como la más exitosa de todas las que habían retratado el tema hasta entonces gracias a su triunfal paso por las taquillas de medio mundo y por el apoyo de la crítica especializada, y también la más comercial de todas, lo que contribuyó a que su alcance fuera indudablemente mayor. Pero después llegaron muchas más. Una de las más acertadas fue la reivindicable, y ya de culto, “Kids”, de Larry Clark, estrenada en 1995. Retrataba con toda su crudeza el estilo de vida de los jóvenes urbanos estadounidenses, más proclives al comportamiento peligroso, tal como el sexo sin protección o el uso de drogas ilegales inyectables. En ella, los chicos son más propensos a no evaluar los riesgos que las chicas, según las conclusiones del Centro de Control de Enfermedades. Ese mismo año, Herbert Ross  cedería el protagonismo a las mujeres en “Sólo ellas… los chicos a un lado”, donde Mary-Louise Parker se convertiría en la primera mujer en interpretar a una heterosexual enferma de SIDA en un film hollywoodiense.

España no se quedaría al margen. En 1999 el número de afectados superaba los 20.000 en nuestro país, año en que Pedro Almodóvar conquistaría a medio mundo, incluido Hollywood, con “Todo sobre mi madre”, en la cual Penélope Cruz interpretaba a una mujer embarazada e infectada por el VIH. Su personaje lo adquiría por contacto sexual, algo más común de lo que pudiera pensarse en un principio. De hecho, entonces se estimaba que el 35% de las mujeres infectadas lo adquirían de esta manera.

Treinta años después de la aparición de los primeros casos médicos documentados, la sociedad no ha cambiado tanto. Los prejuicios hacia la comunidad homosexual siguen presentes, el desconocimiento de muchos acerca de la enfermedad sigue vigente, pero el miedo ya no está tan presente a pesar de que siguen dándose casos en una época en la que las medidas preventivas están al alcance de todos. ¿Por qué? Pues porque el SIDA ha pasado, tristemente, a un segundo plano. Ya no es objetivo número uno de los medios, de la opinión pública, de las administraciones, y eso conlleva también a que se retrasen ayudas para combatirla. Algún día, quizá, en el futuro, se descubrirá el remedio a uno de los mayores cánceres de los últimos años. Y quizá, algún día, el cine nos lo cuente.

Esto no es un film sobre el SIDA
El título de este apartado lo dice todo. Y es que quien espere de “Philadelphia” un film sobre el SIDA y sus efectos, pierde el tiempo. Por supuesto que se habla de la enfermedad, que esta afecta a sus personajes y a la sociedad, pero no es ni mucho menos el eje central de la historia. Más bien, el VIH es el leit motiv de todo lo que ocurre en la trama, pero la intención de Jonathan Demme se mueve por otro camino. Como otros tantos antes que él, Demme prefiere hablar del miedo que provoca la ignorancia y el desconocimiento en una sociedad, la de principios de los 90, que a pesar de saber muy poco sobre la enfermedad, sigue tan intolerante y miedosa como la actual, aunque en este último punto hemos sustituido unos males por otros (la gripe A, la dependencia de la tecnología,…). Un auténtico combate contra los prejuicios donde triunfa la justicia y la tolerancia, algo que le ha valido el apelativo de excesivamente ingenua.

Esta batalla contra los prejuicios la tenemos desde el primer minuto hasta el último. El comienzo es conocido por todos. Los créditos iniciales son un retrato de la ciudad donde transcurre la acción, Filadelfia, mientras de fondo suena la excelente “Streets of Philadephia” de Bruce Springsteen, ganadora del Oscar a mejor canción. Pero además, el título encierra otro importante mensaje subliminal. La ciudad de Filadelfia fue precisamente escenario de un momento histórico crucial para los Estados Unidos: la firma de la Declaración de Independencia, documento emblemático en el que, entre otras cosas, se recogen los derechos y la humanidad del pueblo estadounidense.




El escenario perfecto pues para una historia que aboga por la igualdad, y que presenta en sus minutos iniciales a su pareja protagonista, dos abogados rivales que difieren en su visión de la homosexualidad. Andrew Beckett es un brillante abogado, una de las estrellas de su bufete, y de inminente ascenso en el mismo. Comparte sauna (en esta escena está presente el mítico Roger Corman; es el segundo por la izquierda) y puros con sus colegas de profesión, y con un jefe que casi parece un padre. Pero todo cambia con la transformación física y anímica que sufrirá Andy. Comienzan los vómitos, el malestar general y a salirle manchas por el cuerpo (sarcoma de Kaposi). Esconde a todos lo que tiene, algo que no sabremos hasta unas escenas más adelante. Aquí es llamativa la escena del hospital, en la que el protagonista se realiza unos análisis de sangre mientras escucha a un enfermo bromear sobre el SIDA, cuando él intenta abstraerse de todo y concentrarse en lo suyo. Un contraste de lo más interesante.

Y entonces es despedido por aquellos que meses antes le tendían una mano. Las verdaderas razones del despido (ellos alegan un bajón de rendimiento) muestran la intolerancia de la sociedad ante los homosexuales en general y los enfermos de SIDA en particular. Pero no es el único. Para ganar la batalla legal contra sus antiguos jefes, Andy recurrirá a su rival Miller, un abogado afroamericano que, a priori, debería concienciarse con el problema de su cliente dada su raza, pero que se demuestra como un homófobo incurable repleto de los prejuicios típicos de la sociedad en general. Un claro ejemplo es la conversación de Miller con su esposa acerca de su aversión hacia los gays, y el primer encuentro entre él y Andy cuando este acude a pedirle ayuda y le confiesa previamente que tiene SIDA (algo ocultado hasta entonces por el film pero ya evidente). Miller deja de sonreír inmediatamente y mira nervioso todo lo que Andy toca con sus manos.

Pero todo esto cambia. El propio Beckett debe aprender a vivir con su enfermedad, y Miller irá volviéndose más permisivo con la homosexualidad, a la vez que ganan el juicio contra un sistema prejuicioso. El punto de inflexión en Miller es esta preciosa escena, en la que Beckett usa la preciosa aria La Mamma Morta de la ópera Andrea Chenier de Umberto Giordano, interpretada por Maria Callas, para transmitir a su abogado su malestar y todo su pesar. Una escena emotiva y sincera ayudada por la fabulosa fotografía de Tak Fujimoto en la que Miller acaba llorando.


Tras la victoria en el juicio, Andy se encuentra muy desmejorado, y la tolerancia ha triunfado sobre los prejuicios sociales. La escena final del film, tras la despedida del personaje principal, es uno de los puntos álgidos dentro de la trama. La canción “Philadelphia” (nominada al Oscar) de Neil Young suena mientras amigos y familiares de Andy conversan distendidamente en un funeral donde hay más sonrisas que lágrimas. Todo un canto a la vida que cierra con broche de oro una obra cuya polémica no había hecho más que empezar. Una obra que, insisto, usa el SIDA como pretexto, pero que retrata más bien una manera de pensar bastante difundida que, 18 años después, sigue estando tristemente vigente.


Ingenuidad y academicismo
Como ya se ha comentado anteriormente, “Philadelphia” no fue la primera en abordar la homosexualidad, ni el SIDA, ni la homofobia, pero sí la primera en juntar todo esto en una sola cinta made in Hollywood. Su éxito a nivel mundial fue considerable (costó 26 millones de dólares y recaudó en todo el mundo más de 200 millones) y Tom Hanks fue universalmente aclamado por todos (su papel fue rechazado por otor grande, Daniel Day-Lewis), hasta el punto de conseguir el Globo de Oro, el Oso de Plata en Berlín y finalmente el Oscar, repitiendo el mismo honor un año después con “Forrest Gump” (algo que solamente ha logrado Spencer Tracy). Hasta entonces, Hanks era un actor cómico (en su haber tenía “Big”, “Esta casa es una ruina” o “Ellas dan el golpe, entre otras), por lo que su caracterización fue sorprendente para muchos. Su genial interpretación no sería la misma sin la ayuda de Denzel Washington, que se come literalmente la pantalla y está, más literalmente aún, a la altura de su compañero. Les acompaña un magistral secundario, Jason Robards, y Antonio Banderas, en uno de sus primeros papeles de peso en Hollywood, si bien se luce bastante poco y su papel no aporta nada. El guión de Ron Nyswaner se basó en un caso real ocurrido en 1987 para componer la historia, y su libreto también estuvo en la carrera de los Oscar, perdiendo contra el de Jane Campion por “El piano”.

Pero no todo han sido alabanzas para la película. Y es que hay quienes la consideran muy ingenua y excesivamente académica. Razón no les falta. La película se deja muchos cabos sueltos por el camino. Desarrolla muy bien sus dos personajes principales pero descuida a otros cuyas subtramas no interesan, como la del desdibujado personaje de Banderas y la de la tolerante familia de Andy. Los malos (los jefes de Andy) son muy malos, sin mayores coartadas, y los buenos o son buenazos (Andy) o poco a poco lo van siendo (Miller).

La segunda razón, la de acusarla de académica, también está justificada, especialmente si tenemos en cuenta que la dirige Jonathan Demme. Ésta es posiblemente su obra menos personal, pese a mantener recursos estilísticos habituales en el cineasta, tales como los planos cortos de los rostros de los personajes, haciendo al espectador partícipe de las escenas, o esos travellings hacia casas, puertas, personajes… unido a un sentido del montaje necesario en algunos tramos (un ejemplo son las elipsis temporales, que solventa con la música de Howard Shore y el desplazamiento de la cámara en sentido horizontal entre escenas para remarcar el paso del tiempo). Y, cómo no, se intuye su fantástica dirección de actores.

Pero de alguien que ha sido crudo en filmes como “Algo salvaje” o “El silencio de los corderos”, podría verse “Philadelphia” como su trabajo más blando. Pero todo tiene su por qué. Demme había recibido duras críticas de la comunidad gay por mostrar a un asesino transformista en “El silencio de los corderos”, así que con esta película se ganó el apoyo de todos, pero gracias a un montaje que finalmente no era el que quería. Durante años se ha quejado que la que se estrenó no es la cinta que tenía en mente, que la modificaron para hacerla más correcta, y esto le llevó a estar retirado del cine hasta 1998. Desde “Philadelphia”, su carrera no ha vuelto a ser la misma, con excepciones como la buenísima “El mensajero del miedo”. Algunos aún estamos esperando que vuelva a ser el que fue.

El mismo Banderas fue uno de los damnificados por este montaje final. Su personaje está totalmente fuera de sitio, mal trazado, y el propio actor ya ha dicho que se eliminaron escenas clave, en las cuales se veía la afinidad y química con Hanks. En una de ellas estaban en la cama y Banderas le contaba a Hanks la historia de un amigo que le preguntaba cómo se siente cuando tu pareja va a morir, y Banderas decía “Te quiero tanto”. Porque, si nos fijamos, en el montaje final no hay demasiadas muestras de afecto entre sus personajes. Ni besos, ni miradas cómplices, como si fueran más amigos que pareja. Solamente un bonito baile de marineros hace intuir la relación. Un reflejo de que, aunque el film pretende lanzar un mensaje de denuncia social y concienciación sobre la homosexualidad, sus imágenes hipócritamente eluden cualquier indicio de relación entre personas del mismo sexo, como si el público pudiera entender la dinámica del problema pero no soportar que se lo muestren en pantalla explícitamente. Vamos, como dice Denzel Washington varias veces: “Explíquemelo como si tuviera cinco años, porque no lo entiendo”.

Sin embargo, es llamativo que un film hecho más por productores temerosos de hacer un film demasiado gay que por un cineasta capaz de aportar una visión realista del problema que plantea resulte al final indiscutiblemente emotivo, que no sensiblero, y directo y claro en sus intenciones. Y, cómo no, cinematográficamente perfecto -al fin y al cabo, estaba tras la cámara un gran director-, así como valiente teniendo en cuenta que, pese a sus recortes en la sala de montaje, es un extraño producto para el cine estadounidense mainstream de los 90. Por eso mismo, estamos ante una película clave en un día como el de mañana, por ser capaz de poner las cartas sobre la mesa y enseñarnos de qué estamos hablando cuando pronunciamos esa temible palabra llamada SIDA. Aunque para muchos su discurso sea un tanto para niños.

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