lunes, 31 de octubre de 2011

La película del mes. Especial Halloween: Drácula (1931)


"Claro que me gustaba Lugosi. Hizo un buen trabajo en "The Thirteenth Chair", y en Broadway era Drácula"
(Tod Browning)

Noche de Halloween, de calabazas huecas, fantasmas, monstruos, brujas y… vampiros. Los chupasangre siguen dando guerra en el celuloide después de más de 100 años de historia. Y aunque hoy en día las nuevas generaciones conozcan fundamentalmente lo escrito en la saga “Crepúsculo”, y sus simplonas películas, los señores de la noche ya andaban por la tierra cuando ninguno de nosotros era un proyecto.

Pocos son los que han conseguido vivir más allá del tiempo interpretando a un vampiro. Veremos si a Robert Pattinson y su Edward Cullen se les recuerda con el paso de los años o si todo ha quedado en un mero boom comercial. Pero lo que sí es cierto es que los que han logrado pasar a la historia del cine por aterrorizar a toda una generación con sus penetrantes ojos y sus colmillos lo han hecho con justicia. Christopher Lee, Max Schreck, Gary Oldman… y cómo no, Béla Lugosi, el vampiro por excelencia del séptimo arte, el que daría al personaje de Conde Drácula sus maneras, su capa, su acento y su poder de seducción con las mujeres.

A él va dedicada la película del mes. A él y a ese monstruo al que encarnó, tan representativo de una velada como esta, tan clásico como el monstruo de Frankenstein al que encarnara su odiado Boris Karloff. Un monstruo al que rendir culto en una noche tan propicia. Así que pónganse cómodos para disfrutar de una noche con la mejor de sus criaturas. Y nada de vino, que Drácula/Lugosi no lo habría consentido.

Cuatro décadas chupando la sangre a los espectadores
1838. Hutter, empleado de una agencia inmobiliaria, viaja a un castillo de los Cárpatos para vender a su propietario, el siniestro conde Orlock, una casa en la ciudad de Viborg, Rusia. Hutter tarda en percatarse de que su nuevo cliente es un vampiro, y ahora es prácticamente su casero. Encerrado en su castillo, Hutter ve cómo el conde viaja a Viborg en barco metido en un ataúd. Durante la travesía, todos los tripulantes mueren a causa de una plaga de ratas, extendiendo la epidemia por las calles de la ciudad. Orlock se encapricha entonces de Ellen, esposa de Hutter, que caerá presa de sus incipientes colmillos.


¿Les suena? Cambiemos Hutter por Renfield, Viborg por Inglaterra, y por supuesto, Orlock por Drácula. Y es que antes de que Tod Browning presentara su versión de la novela de Bram Stoker, basada a su vez en una sucesión de mitos y leyendas húngaros, eslovacos y rumanos (de hecho, los vampiros ya existían en el papel desde los albores del siglo XIX), el maestro Friedrich Wilhelm Murnau nos regalaba la versión más poética del mito, pero también una no oficial, lo cual les llevó a un proceso judicial emprendido por la viuda del propio Stoker. Max Schreck interpretaría a este ser de orejas puntiagudas, incisivos ratoniles, cejas de Rasputín y unos largiruchos dedos acabados en unas no menos prominentes uñas. Una imagen que posteriormente sería adoptada por el séptimo arte como imagen del vampiro, y al que rendiría tributo Willem Dafoe en la recomendable “La sombra del vampiro”, que jugueteaba con la posibilidad de que el mismísimo Schreck fuera realmente un vampiro.

Pero ya antes de esto, los señores de la noche deambulaban por el celuloide. Incluso un año antes de la publicación de la novela de Stoker, en 1896, uno de los pioneros de la cinematografía, George Méliès, realizaría una historia de vampiros titulada “La Manoir du Diable (La mansión del diablo)”. El actor Robert G. Vignola también hizo sus pinitos en la dirección, y una de sus películas fue “A Fool There Was”, en 1915, donde aparecía la vampira como una mujer fatal que llevaba a los hombres a su perdición. Y antes de que Murnau sobrecogiera a medio mundo con su criatura, en Rusia se hacían filmes sobre el tema de los que, desgraciadamente, no se conservan copias.

A partir de entonces, el vampirismo comenzó a despertar la curiosidad de Hollywood. La primera película que aborda el tema es “The Bat”, del año 1926, dirigida por Roland West a partir de una obra de teatro. Un año después, el mítico Lon Chaney protagonizaría “London after midnight”, de la cual no se conservan más que unos pocos fotogramas. Esta cinta, además, fue dirigida por Browning durante su etapa de cine mudo.

La parada de los monstruos
Y entonces llegó la Universal. Los estudios creados por Carl Laemmle fueron pioneros en la formación de Hollywwod, antes incluso de que los hermanos Warner o William Fox hicieran su aparición. Pero la falta de visión de futuro de su fundador lo convirtieron en un estudio de segunda categoría que solamente apostaba por el melodrama barato y el western de poco presupuesto. Una política conservadora que se rompió cuando Laemmle regaló la compañía en 1928 a su hijo, Carl Junior, quien arriesgó produciendo películas de mayor envergadura, convirtiéndose además en una abanderada del cine de calidad. Así, en los primeros años de los Oscar, la Universal se haría con la estatuilla a mejor película para “Sin novedad en el frente” (Lewis Milestone, 1930) o “Imitación a la vida” (Douglas Sirk, 1934).

Paralelamente, Carl Jr. apostaría por el cine de terror, naciendo así los icónicos monstruos de la Universal, si bien ya antes hubo otras de la mano de su padre como “El jorobado de Notre Dame o “El fantasma de la ópera”, con Lon Chaney. La momia, Frankenstein, el hombre visible o el conde Drácula comenzaron a cobrar vida en la pantalla grande, aterrorizando a toda una generación y buscando, fundamentalmente, el éxito comercial. Y pese a esto, los riesgos de su nuevo dueño se tradujeron en unas deudas que hicieron que Carl Jr. abandonara el estudio, volviendo este a la producción de películas de bajo presupuesto, con contadas excepciones. Ocurrió durante la Gran Depresión, a la cual el estudio no pudo hacer frente, viéndose forzada a volver a sus orígenes.

Tras su marcha en 1936, siguieron produciéndose filmes de terror, en su mayoría secuelas de otros éxitos, como “Son of Frankenstein”. Más allá de los monstruos, se aventurarían también a adaptar novelas de Edgar Allan Poe. “Los asesinatos de la Rue Morgue”, “El cuervo” o “El gato negro” vieron la luz, uniendo los dos últimos a los dos grandes nombres de la factoría, Béla Lugosi y Boris Karloff, que no desarrollarían una gran amistad.

Los años 40 seguirían dando otras producciones de muy bajo presupuesto cuyo objetivo era amasar millones en taquilla. Vivimos la vuelta del hombre visible, de Frankenstein, la momia, Drácula y sus innumerables secuelas, además de nuevas versiones de “El gato negro” y “El fantasma de la ópera”. Pero esta década supuso también, además del nacimiento del hombre lobo en la compañía, el fin de las monster movies, con “Abbott and Costello meet Frankenstein”, en 1948, donde Lugosi interpretaría por segunda y última vez a su mítico personaje.

Fueron las entregas de Abbot y Costello, que aunaban comedia y terror, las que harían resurgir el género en los años 50, década en la que también nos regalarían esa joya titulada “La mujer y el monstruo (Creature from the black lagoon)”, dirigida por Jack Arnold en 1954, además de otro clásico para la posteridad como “Tarantula!”, también del maestro Arnold. Pero las cintas protagonizadas por la pareja cómica harían caer en el ridículo a los monstruos de la casa, perdiendo el prestigio y dignidad del que habían gozado la década anterior.

La aparición de la británica Hammer, que gozaría de un éxito descomunal durante las dos décadas posteriores, comenzó a ganarle terreno a la Universal, a pesar de que ésta se dedicaba a la distribución de algunas de sus producciones. De hecho, gozaron de los derechos de la productora de sus criaturas, encumbrando a estrellas como Peter Cushing o Christopher Lee. Fue entonces cuando todos estos monstruos volvían a ser tomados en serio, aterrorizando a toda una nueva generación de espectadores. Al mismo tiempo, los de la Universal se habían convertido en iconos pop a los que la casa recuperaría en ciertas ocasiones, como el “Drácula” de John Badham con Frank Langella como protagonista, o “La momia” de 1999 a manos de Stephen Sommers, y su secuela, que mezclaban acertadamente aventuras a lo Indiana Jones, humor familiar y ciertos toques de terror.

El hombre de Transilvania
Esta vez, la Universal se cubrió las espaldas y no cometió el error de Murnau. Interesados en adaptar “Drácula”, compraron los derechos a la viuda de Stoker, y pensaron en Lon Chaney para dirigirla y protagonizarla. Inicialmente, la película iba a ser una lujosa producción, pero la Gran Depresión y el triste fallecimiento del hombre de las mil caras forzaron al estudio a replantear el proyecto, haciéndolo mucho más modesto. Carl Leammle Jr. decidió invertir sus esperanzas en Tod Browning, un eficiente y efectivo artesano con una amplia experiencia en el cine mudo y que ya había dirigido a Chaney en los años 20. Y también se había aproximado al género vampírico con “London after midnight”.

La crisis económica hizo desistir a la productora de realizar una superproducción de gran envergadura, así que tomaron una vía alternativa. El irlandés Hamilton Deane había adaptado la obra original en una versión muy acortada y sintetizada, caracterizando al conde como un individuo seductor y con clase, cubierto de una glamurosa capa y con un toque muy teatral, muy alejada de la imagen de Murnau. Una ingente cantidad de efectos especiales favorecían la producción, que encontró un amplio apoyo de los espectadores. El éxito fue tal que acabó estrenándose en Nueva York en 1927, triunfando nuevamente en Broadway.

Y el protagonista en su versión americana fue precisamente Béla Lugosi, el escogido para encarnarlo en pantalla grande por primera vez, y con quien Browning había trabajado en “The Thirteenth Chair” en 1929, una película estrenada como muda. Fue el impuesto por la productora, aunque su director quería a alguien menos conocido.

Béla Lugosi nació siendo Béla Ferenc Dezső Blaskó en Lugoj, Transilvania, localidad que acabaría dándole el nombre artístico posteriormente, en el año 1882. Vivió la escisión de Transilvania de Hungría pasa pasar a ser de Rumanía tras la derrota húngara en la Primera Guerra Mundial, donde combatió como teniente de infantería. Ya por entonces, con 36 años, era un prestigioso actor teatral en su Hungría natal, y mostró su lado más izquierdista desafiando al régimen nazi con la creación de un sindicato de actores. Estos actos le llevaron a ser deportado a Alemania, y ni esto le impidió participar en varios producciones expresionistas cercanas al género de terror. Convencido de que su éxito sería recompensado en Broadway, emigró hacia Estados Unidos en los años 20. Y no se equivocaba. Fue precisamente su papel más característico el que acabaría marcándole de por vida.


Béla Lugosi era un actor imponente, que aprovechaba su formación teatral y durante el cine mudo para imprimir a sus personajes una gestualidad inconfundible. Así lo hizo con Drácula, donde no pronuncia más frases de las necesarias. Su interpretación es todo miradas, gestos –para la historia queda ese movimiento de muñeca y dedos con el que atrae a sus víctimas; y los colmillos no hacen acto de presencia-, y su caracterización sigue los parámetros teatrales, en lo que es un acierto del film, pero a la vez un inconveniente. Porque el cine es cine y el teatro, teatro.


El gran problema de Lugosi era que, en lugar de adueñarse de sus personajes, fue uno en concreto el que acabó dominándole. Sería un vampiro el resto de su vida, y esto le llevó a rechazar ser el monstruo de Frankenstein. Menospreciaba a Boris Karloff por su interpretación de este personaje, argumentando que era todo gruñidos y maquillaje –esto se plasma muy bien en “Ed Wood”, de Tim Burton.- Pero mientras Karloff se encorsetaba en un género, al igual que él, a base de recrear diversos personajes, Lugosi no dejó de ser el eterno Drácula. Fue un vampiro en muchas otras ocasiones, pero no volvió a ser el conde hasta la primera aventura cinematográfica de Aboott y Costello. Aún así, sería un aristocrático vampiro en otras películas de la casa, siendo la más destacable “La marca del vampiro”, un remake inconfeso de “London after midnight” a las órdenes de Browning en 1935. Sería Ygor en las secuelas de “Frankenstein”, “Son of Frankenstein” y “Ghots of Frankenstein”, para acabar aceptando el personaje del monstruo en “Frankenstein meets the Wolf Man”.

Los que hayan visto la película de Tim Burton, “Ed Wood”, sabrán cómo acabó Lugosi sus días. Tristemente, los papeles dejaron de llegarle y se volvió un adicto a la morfina, y casi al final de su vida volvió al cine, pero en productos de dudosa calidad que, precisamente por eso, se han convertido en objeto de culto. Es el caso de las películas de Ed Wood, el considerado peor director de la historia del cine, con quien trabajó en “The Bride of the Monster”, “Glen or Glenda” y “Plan 9 From Outer Space”. Falleció a los 73 años en California, tres años antes de que Wood lograra la financiación para esta última. El director utilizó solamente una secuencia grabada del actor para convencer a los productores, y el resto de secuencias las haría el quiropráctico de su esposa, luciendo la capa del personaje y tapándose la cara con ella para evitar que se notara la diferencia. Y aún así, se nota. Lugosi fue enterrado con el atuendo del conde, un rol que sería a la vez artífice de su merecido éxito pero causante de su efímera popularidad. El conde descansó en paz en su ataúd por fin.


Por su parte, la carrera de Browning sería aún más efímera. Su declive comenzó casi hacia finales de los años 30, cuando ya se mostraba incapaz de sacar adelante sus proyectos. El realizador de la genial “Freaks (La parada de los monstruos)”, de 1932, vivió con este film una mala época, pues la crítica la destrozó salvajemente hasta el punto de no volver a levantar cabeza. Su rentabilidad ya estaba en entredicho, y decidió retirarse en 1942. Tuvo que ver cómo su esposa le abandonaba en 1944, cómo un cáncer de laringe y una apoplejía minaban su salud, hasta que en 1962 el cáncer que padecía desde hacía años acababa con él y era encontrado sin vida en el cuarto de baño. Un desenlace parecido al de su colega James Whale. A ambos les asaltó una carrera meteórica pero de existencia vida muy limitada, y acabaron sus días rememorando lo que en su día fue su vida.


El Drácula mexicano
El “Drácula” de Browning se beneficiaba de la interpretación de su protagonista, fuente de multitud de referencias e imitaciones y una de las imágenes del vampiro más claras de la historia, pero también de la atmósfera de la que el director supo dotar a la película. La fotografía en blanco y negro de Karl Freund, que resaltaba los ojos del conde, los silencios que inundan la cinta y que dicen mucho más que las palabras, las piezas musicales de Tchaikovsky y Wagner, los decorados, maquillaje… todo formaba parte de la tétrica atmósfera imprimida al conjunto. El éxito, como todos sabemos, fue apoteósico.


Y pese a esto, no llegó a las pantallas españolas. En una época en la que el doblaje y el subtitulado no estaban tan extendidos como hoy en día, y menos en producciones de bajo coste como esta, no era raro ver que los estudios rodaran dos versiones simultáneas del mismo film, en dos idiomas distintos. Fue el caso del “Drácula” de George Melford, protagonizada por Carlos Villarías.


Se usaron los mismos decorados, los mismos medios técnicos y artísticos, e incluso se aprovecharon planos lejanos sin diálogos en la versión hispana. Porque si algo está rodado, no merece la pena volver a rodarlo. Y se rodaron a la vez, de manera que Villarías podía visualizar el resultado del film de Browning para copiar la interpretación de Lugosi.

Las diferencias entre ambas producciones son evidentes, más allá del idioma. Pese a ser idénticas, curiosamente la mexicana dura casi media hora más que la original, resolviendo mejor algunas escenas y ampliando diálogos y situaciones, incluido un final más pulido. Técnicamente son casi iguales, pero interpretativamente, la de Browning es superior. Y es que las interpretaciones de los actores de la versión de Melford son, cuanto menos, desastrosas, y ni el conde logra transmitir amenaza alguna. Eso sí, al menos las novias de Drácula se pegan un festín.

A título personal prefiero la película de James Whale, y especialmente su original secuela. 80 años después de su estreno, puede que no haya soportado el paso del tiempo como su hermana “Frankenstein”, y su más que recomendable secuela, pero que sin duda supone todo un icono del cine de género. Porque ¿quién no tiene en la cabeza la imagen del vampiro encapuchado de negro y pelo engominado? Si esta noche vemos por la calle a niños vestidos de esta guisa, recordemos que se lo debemos a un hombre. A una película. A un verdadero monstruo.



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